martes, 9 de noviembre de 2010

Fronterizo


Viajo en tren de Toulouse a Barcelona. Llego a la última estación en suelo francés. El tren que ha de dejarme en Plaça Catalunya no sale hasta dentro de dos horas. Aprovecho para pasear por las calles de Enveigt. Se trata de uno de esos días soleados de otoño. El aire es limpio y frío. En mi paseo no me cruzo con nadie. Las montañas nevadas incendian mi imaginación. El mito de la huida, del aislamiento. Me siento en un banco de la placita diminuta que hay frente a la iglesia. Una cruz de piedra recuerda a los caídos durante la Primera Guerra Mundial. Un ramo fresco de flores amarillas descansa a sus pies. Dramas olvidados, trasmutados en símbolos, en discursos institucionales. Devoro un sándwich con la vista clavada en la cruz conmemorativa. Hace un año estuve en este mismo lugar, devorando un sándwich igual al que ahora devoro y ardiendo en deseos de desaparecer. Me ocurre a menudo. Lo que queda de trayecto lo paso leyendo Retrato del artista adolescente, de James Joyce. Lo compré en 1994. He necesitado 16 años para animarme a leerlo. Las duras condiciones del internado jesuita, el despertar a la sensualidad, a la poesía, los conflictos morales, los políticos, las primeras putas, el primer amor… A ratos me aburro, por lo que busco entretenimiento en el paisaje. Las divagaciones de Stephen Dedalus sobre cuestiones religiosas, estéticas o políticas (Dublín, principios del siglo 20) me dejan un tanto indiferente. Soy un bruto insensible. Nos detenemos en Vic. A medida que nos aproximamos a Barcelona, el paisaje deja de interesarme. Vuelvo al libro. Imagino a nuestros niños mimados de hoy en uno de aquellos internados cabrones. En Plaça Catalunya, me disuelvo en la muchedumbre.
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ULTIMA HORA, 09/11/10