jueves, 5 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [18]

jueves, 05 de enero de 2012

(En el párrafo que sigue se desvelan algunos aspectos relevantes del argumento de la novela La montaña mágica, de Thomas Mann. Si usted no la ha leído y tiene intención de hacerlo, le recomiendo que se salte las líneas que vienen a continuación y prosiga la lectura a partir del subtítulo o apartado DIOS BENDIGA A LOS CRETINOS).

El día que me quitaron el yeso también fue el día que concluí La montaña mágica. Los hechos ocurrieron del siguiente modo: la noche anterior, es decir, la noche del martes, murió Joachim Ziemssen, cosa que más o menos me apenó. Sentía simpatía por el primo de Hans Castorp. Era discreto, sencillo y obstinado. Creía en el deber o, lo que es lo mismo, en el honor y la fatalidad. Era un defensor acérrimo de las formas, de las apariencias. Siempre he sentido atracción por este tipo de naturalezas. Tal vez esta simpatía se deba al hecho de que hoy en día prácticamente no existen, están mal vistas. ¿La simpatía que nos inspiran las especies en vías de extinción o las ya extintas definitivamente? Es posible. Hoy tenemos el deber de relajarnos, de ser nosotros mismos, de dar rienda suelta a todos nuestros deseos, a todas nuestras flaquezas. Si no eres capaz, es que estás gravemente enfermo. Dejo aquí la cuestión. El miércoles, es decir, ayer, amanecí con la firme intención de finalizar la novela. Regresó Clawdia Chauchat, pero no lo hizo sola. La acompañaba Mynheer Peeperkorn, el gran amante de los placeres de la vida. Su aparición es fugaz pero intensa. A través de este personaje, Thomas Mann parece decirnos que la personalidad está por encima del intelectualismo; la vida, por encima de las palabras. Muerto Peeperkorn, Clawdia deja el sanatorio y yo la lectura, pues tengo que comer. Tras la comida, mis padres me acompañan a la clínica para que me quiten el yeso. Ya no era esa cosa blanca, impoluta.



Durante la comida familiar del 26 (lo que aquí llamamos segona festa), Floriane y Marc, el hijo de mi prima, se encargaron de decorarlo. Optaron por un estilo pop muy fresco. Esa pequeña obra de arte terminó en el cubo de la basura del consultorio de la doctora Rodríguez. Lo primero que llama mi atención, una vez sin escayola, es comprobar que el pie sigue estando hinchado. Esto me inquieta, si bien la doctora le resta importancia. Apenas tengo movilidad y fuerza en el pie. Hasta el día 13 no puedo empezar con la rehabilitación (no había hueco antes), por lo que me recomienda que, por mi cuenta, poco a poco, vaya ejercitando mi extremidad. Lo segundo que llama mi atención es la delgadez de mi pantorrilla derecha. Es claramente más fina que la izquierda. No puedo evitar sonreír.




A la deformidad de mi pie hay que añadirle la de mi pierna, al menos hasta la rodilla, por no hablar de la fealdad de mi nueva cicatriz. Perfecto. Vuelvo a casa y me instalo en mi cuarto para acometer el final de la novela. Ya solo quedan los minutos de la basura. El aburrimiento hace mella en todos los residentes del Berghoff así como en el lector. Hay bastantes páginas dedicadas al espiritismo, entre otras gilipolleces, cosa que me pone de los nervios. Después los ánimos se caldean, el mundo se convulsiona. La Gran Guerra está cerca de estallar. Settembrini y Naphta, esos dos extremistas, se baten en duelo. Uno no puede dejar de desear que mueran ambos. Siete años después de su llegada, Hans Castorp deja el sanatorio para convertirse en soldado. Lo último que sabemos de él es que se halla en el frente, canturreando inconscientemente una cancioncilla mientras a su alrededor reina la más absoluta de las devastaciones. La novela termina con un interrogante. Thomas Mann se pregunta si, en mitad del festejo de la muerte y el terror, se elevará algún día el amor. Tendrá sus momentos, me digo. Como siempre. Después cierro el libro.

DIOS BENDIGA A LOS CRETINOS

Vuelvo a Alberto. Lo dejé embrollado con pensamientos más o menos absurdos, esperando a Nuria Tamena en la terraza de un bar. Sigue con sus elucubraciones, no puede evitarlo. Tampoco quiere. Casi puedo escucharlo. La vida detenida en este punto muerto de una tarde de principios de junio, piensa Sancevá. Las certezas, las dudas, este vértigo intransmisible, corrosivo. ¿Será posible rescatar este instante del tiempo, de su boca inconmensurable, cruelmente dentada? ¿Basta detenerse y atrapar con la mente el terremoto invisible? ¿Basta con lanzar la red de las significaciones? ¿Qué podrán contra esto las palabras? ¿Y por qué no llega Nuria Tamena y me rescata de este bucle patético? La vida es irreal, anota Alberto Sancevá en el procesador de textos de su móvil, en cambio, el dolor que produce es real. Una vez rescatada la frase, extrae de su bandolera una novela (¿La novela luminosa?). Antes de iniciar su lectura, recuerda aquello que dijo Josep Pla: el hombre que lee novelas a partir de los treinta y cinco años es un cretino. Qué gran verdad, piensa Alberto sin reprimir una sonrisa. Y concluye: Dios bendiga a los cretinos.

- ¿Llego muy tarde? –Tan concentrado estaba en su libro, que la pregunta de Nuria Tamena lo ha sobresaltado. Alza la vista y se encuentra con el fotograma sonriente de su amante. Atrás, el decorado: fragmentos de palmeras, mástiles de embarcaciones, el castillo chato presidiendo la ciudad. Todo bañado por la luz procedente de un cielo límpido, de recreo infantil.
               Alberto Sancevá escanea con la mirada el cuerpo de su amante. El deseo, por imprevisto, lo golpea con más fuerza, se instala en su estómago y desde ahí se expande a todo su cuerpo. ¿Es posible que, después de tanto tiempo de exclusividad (para Alberto Sancevá, estos tres años constituyen todo un récord), el cuerpo de Nuria Tamena siga despertando su lascivia de este modo? ¿O no será que el deseo ya estaba ahí, en la epidermis de su ser, azuzado por las turistas alemanas y británicas? Alberto sonríe, señala la silla vacía que queda a su lado. Necesita tocar ese cuerpo, verificar su presencia.
               - Las mujeres que consiguen que los hombres esperen por ellas son las únicas que valen la pena.
               - ¿Estuviste en Madrid o en Buenos Aires?
               Alberto Sancevá coloca la mano sobre el muslo caliente de su amante. Siente un pálpito, pero ignora a quién pertenece. Algo en su interior se contrae, algo más fuerte que el propio deseo, algo que tiene que ver con el reconocimiento y la aceptación, tal vez con el miedo a lo desconocido. Deja la novela sobre la mesa y estira el cuello para besar a Nuria. Un beso húmedo, más prolongado de lo que podría ser considerado normal, dadas las circunstancias, entre ellos. Un beso que pone fin a la jornada laboral de la mujer. El reloj marca las seis y media.
               - Parafraseaba a Pavese, cosas mías –dice Alberto Sancevá mirando alternativamente los ojos y el escote de Nuria Tamena.
               - Sí –ríe ella­–, sigues siendo tú. Por un momento pensé que te habían cambiado. ¿Qué tal por Madrid?
               - Firmé tres libros. Una milésima parte de los que firmó una tal Cassandra Clare. Adolescentes, ya sabes. Algo gótico. Mejor cuéntame tú. No quiero ensombrecer la tarde.
               Nuria Tamena cruza las piernas. Antes de hablar, escruta la terraza. Parece dar su visto bueno.
               - Un fin de semana aburrido. Nada que contar. Comí con mis padres. Vi una peli, pero ya he olvidado el título. No estaba mal.
               - ¿Y el trabajo?
               Nuria pellizca la barbilla de Alberto. Niega con la cabeza y le hace un gesto al camarero para que se aproxime.
               - ¿Desde cuándo te interesa mi trabajo? –Apoya la espalda en el respaldo de la silla y comprueba que su falda esté bien colocada–. ¿Tengo tiempo para un vino?
               - Claro. Te acompañaré.
               Pese a que su intención era escuchar el relato aburrido de su amante, cederle a ella el protagonismo de la charla, desearla en silencio, disfrutando, en un deleite ensimismado, de la postergación de lo que ocurrirá más tarde, acaba siendo él, una vez más, el narrador principal, el que cuenta su fin de semana perdido en Madrid, un fin de semana lluvioso, inopinadamente frío, otoñal, un fin de semana de camisa insuficiente y calcetines húmedos, de horas charlando de fútbol con su editor, horas mirando a la gente caminar, gentes apresuradas por un Retiro de posguerra, inhóspito. Y la noche en el bar del hotel, tentado de volver a fumar, pidiendo whisky tras whisky. Era deprimente, de algún modo hermoso y emocionante. ¿Deprimente y emocionante? Menos mal que podía convertirlo en relato, en un chiste más patético que gracioso.
               - Parece que te fuiste a otro país –bromea Nuria Tamena.
               - No descarto la hipótesis –concede Alberto.
               - Los dioses están conmigo y te castigan. –Ahora es Nuria la que echa el cuerpo hacia delante y apoya su mano sobre el muslo de Alberto­–. Deberías haberme propuesto que te acompañara. Te hubieses evitado la estampa de bebedor solitario y, ya de paso, habrías firmado un libro más.
               - Tú ya tienes el libro. Incluso lo leíste, si no me mentiste. 
               - Tu causa es mi causa.
               - Me conmueves. De todos modos, tiene su gracia lo de beber solo en el bar del hotel donde te hospedas. Es muy Hopper. Y perdón por el tópico.
               - Soy más de Kandinsky.
               - Tantos colorines, no sé.
               - ¿Nos vamos?
               - Pensaba que nunca ibas a proponerlo.
               - Recuérdame que después de follar te pegue la bronca por excluirme de tu mundo literario.
               - Pégame la bronca después de follar.
               - Así me gusta, que seas obediente.
               - Es el ego herido.
               - Pues habrá que herirlo más a menudo.
               - No más firmas, por favor.
               - Venga, vamos. ¿Me invitas?