viernes, 6 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [19]

viernes, 06 de enero de 2012

Ayer comí con Salva Ginard. Vino a buscarme a casa. Fue un encuentro agradable. Hablamos, entre otras cosas, de la supuesta sensibilidad o profundidad de los artistas. Más o menos veíamos las cosas de un modo similar. La gente, por lo común, suele tener ideas preconcebidas sobre este asunto, ideas generalmente erróneas. Apenas hablamos de mujeres porque tanto él como yo, por motivos diferentes, aunque puede que no tanto, nos hallamos inmersos en una especie de apatía sentimental. Después nos acercamos a su casa. Quería mostrarme sus últimos cuadros. Dos me gustaron especialmente. El primero, cosa rara en él, era un cuerpo pintado de cintura para arriba. Un cuerpo masculino, desnudo. La cara no era más que una sombra. Aquella pintura transmitía fuerza y soledad. Me hizo pensar en mis circunstancias actuales, en esta soledad (aislamiento) que, quiero creer, me fortalece. ¿Cómo? Se supone que cuánto más nos conocemos, más fuertes nos volvemos. Sí, ya sé que suena a patraña, pero a veces es bueno creer en según qué patrañas, ¿no?

(19:33)
Tuve que interrumpir la escritura, cosa que me fastidió bastante. Habíamos quedado a las dos para comer en Binissalem con mis tíos y primos. Lo había olvidado. Antes de regresar, nos hemos detenido en la clínica. ¿El motivo? Una vez servidos los cafés y por aclamación popular, me he visto impelido a mostrar la cicatriz al resto de comensales. Ha sido entonces cuando el marido de mi prima se ha percatado de que todavía tenía una grapa. Asunto solventado. Hablaba de los dos cuadros de Salva que más me gustaron. El segundo ya era un rostro humano, concretamente, el rostro de una mujer. (Los que conozcan la producción de Salva Ginard comprenderán este “ya” de la frase anterior). Parecía como si se estuviese abriendo, como si la piel cediese o se evaporase, para mostrar lo que había tras esa máscara. Lo curioso es que con aquel intento de mostrar el interior lo único que se conseguía era añadir confusión al conjunto. De nuevo, esto me ha hecho pensar en este diario. Es posible que este intento de apertura, esta investigación, no haga más que añadir desconcierto. Al fin y al cabo, podría estar hablando mil y un días de mí y de mis circunstancias y, al final, mi retrato seguiría siendo algo oscuro y cabalístico, absurdo quizá.
               (Se me ocurre que podría pedirle a Salva que me enviara por mail las imágenes de los cuadros mencionados. A ver si luego me acuerdo, aunque es posible que por el momento no tenga interés en mostrar sus últimas creaciones).
               Ahora es cuando debería dejar de hablar de mí para centrarme en Pedro Capllonch. Lo tengo bastante abandonado. No le auguro un gran recorrido. Bueno, todavía es pronto. No quiero adelantar nada. Una regla fundamental es no hacer planes. Lo importante es escribir cada día o casi cada día lo que vaya surgiendo. Improvisar, registrar, de esto se trata. Ya dije, un experimento, algo parecido a una terapia. (Nunca me gustó la palabra terapia relacionada con la literatura, puede que por el abuso que en ocasiones se ha hecho de tal relación, pero aquí no queda más remedio). Pero antes de volver a Capllonch, quiero aclarar algunos puntos. Que yo recuerde, a lo largo de estas líneas he mentido en dos ocasiones. La primera fue al contar aquel sueño en que aparecía la mujer de mi vida. No se trataba de un sueño, sino de un hecho real, quiero decir: ocurrido no sólo en mi mente. Efectivamente, cenamos en un restaurante de lujo, al menos yo lo considero así. Mi intención era pedirle perdón por ciertas cosas ocurridas en el pasado, pero finalmente no me animé. En su momento dije que quería confesarle mi amor más sincero, pero esta no era mi intención. Se trataba de una manera de añadir dramatismo al relato. Al final, dejé que se escapara la oportunidad de hacerme perdonar. Temía que mis palabras pudiesen malinterpretarse. Ahora necesito estar solo, centrarme en mí. Me digo que esta apatía sentimental es algo pasajero. Tal vez me halle ante una clave fundamental para entender esta actual abstinencia poética.  (Un día de estos hablaré de la otra abstinencia en la que me hallo inmerso, la sexual).
               Segunda mentira. Cuando inicié el relato del llamado plano ficcional, es decir, las historias de Sancevá, Capllonch y compañía, di a entender que los nombres así como las dos tramas se me habían acabado de ocurrir, eran improvisadas. Falso. Como advertí días después, ya tenía bosquejados los personajes y los argumentos, incluso tenía escritos algunos de los fragmentos en los que Sancevá o Capllonch aparecen. Otra cosa es que no se me hubiese ocurrido desde el principio incluirlos en este diario. En fin, ya me he quitado este peso de encima. Parecerá una tontería, pero no había día en que no pensara en ello.  
               Por el momento, dejaré que Pedro Capllonch siga sesteando en mi mente. Estoy cansado. Durante la comida bebí varios vasos de vino así como una copa de hierbas dulces y todavía tengo que escribir el artículo para el periódico. ¿De qué puedo hablar? Ni idea. A ver qué se me ocurre.