domingo, 8 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [20]

domingo, 08 de enero de 2012

He seguido leyendo La novela luminosa. Hay ciertas semejanzas, ciertos paralelismos con este diario que me asustan. No, no es que me asusten, digamos que me incomodan. Alguien podría creer que este diario pretende ser algo parecido a la magnífica novela de Levrero, pero no es así. Como dije, inicié su lectura una vez finalizada La montaña mágica. Por otro lado, parece que ciertos aspectos de mi vida actual, como consecuencia de la lectura de este libro, se vayan asemejando a ciertos aspectos de la vida del uruguayo. Es el efecto mágico de la literatura. Y que conste que, a un tipo descreído como yo, le cuesta muchísimo utilizar la palabra magia. Veremos si me animo a narrar alguna de estas semejanzas.
               Estas semejanzas tienen que ver con mi vida privada, diría que sentimental, y no quiero incomodar a nadie con este proyecto. Aquí, vuelvo a repetirlo, se trata de ahondar en mí, de conocerme mejor para así poder vencer mis miedos. Ya sé que para ahondar en uno mismo, en ocasiones es necesario involucrar a otras personas. Bueno, utilizaré alguno de los típicos trucos de escritor. Hablaré de cosas que ocurrieron hace tiempo, cambiaré nombres, lugares, etc., o pondré ciertas dudas o problemas en la cabeza de los diferentes personajes. ¿No es lo que he hecho hasta ahora? En la medida de lo posible, intentaré no incomodar a personas queridas que puedan leer este diario.
               Como decía, he seguido leyendo La novela luminosa. En la página 75, me encontré con la siguiente afirmación, la cual me apresuré a subrayar: «Cuando uno es joven e inexperto, busca en los libros argumentos llamativos, lo mismo que en las películas. Con el paso del tiempo, uno va descubriendo que el argumento no tiene mayor importancia; el estilo, la forma de narrar, es todo». Junto a estas palabras, en bolígrafo azul (el mismo que utilicé para subrayarlas), escribí el nombre de Dovtálov. Fue inevitable recordar lo que el ruso decía al evocar la juventud de su primo en la novela Los nuestros: «Él en cambio era un joven virtuoso y tímido. La coquetería femenina lo abrumaba. Me acuerdo de las frases que apuntaba en su diario de estudiante: Lo principal en un libro y en una mujer no es la forma sino el contenido… Incluso ahora, después de las incontables decepciones de la vida, este planteamiento me parece algo triste. A mí, como antes, sólo me gustan las mujeres guapas». Así, satisfecho por la coincidencia y por el hecho de que el uruguayo y el ruso, dos autores que aprecio mucho, me dieran la razón (cada uno a su manera) en algo que siempre he defendido, decidí acometer el final de El arte de la novela, de Milan Kundera. Al poco de proseguir su lectura, di con este párrafo (que no subrayé ya que el libro es de mi amigo Juan Payeras): «El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor que, a tientas, se esfuerza por desvelar un aspecto desconocido de la existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que persigue, y sólo las formas que responden a las exigencias de su sueño forman parte de su obra». Volví a sonreír. Parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo. Pero la felicidad, como es sabido, es pasajera, y el señor  Milan Kundera, un cabrón de mucho cuidado. Supongo que tanta coincidencia le molestaba, por eso decidió meter algo de cizaña. Para contradecir a Levrero y, ya de paso, a mí, para meterse con la concepción literaria que rige la escritura de esta novela-diario, el checo cabrón asegura que el rasgo definitivo del verdadero novelista estriba en que no le gusta hablar de sí mismo (*). Dice: «Según una famosa metáfora, el novelista derriba la casa de su vida para, con los ladrillos, construir otra casa: la de su novela». Entonces, estas más de 40 páginas que llevo escritas en un documento Word, ¿no son una novela? ¿Es que el verdadero novelista no puede hablar de sí mismo y sólo de sí mismo? Para animarme, ya que Kundera había conseguido ensombrecer mi humor, releí otro de los pasajes subrayados de La novela luminosa. Dice así: «Amigo lector: no se te ocurra entretejer tu vida con la literatura. O mejor sí; padecerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en definitiva lo único que importa. No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de cuatrocientas páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj». En fin, tal vez no haya tanta contradicción como creo ver. Tal vez se trate de un asunto de matices. Tal vez, si uno habla de sí mismo, sin tapujos, en una novela, inmediatamente se convierte en personaje y, por lo tanto, ese material biográfico empleado, obvio, de algún modo se transforma, se reelabora, para ajustarse así a las formas que responden a las exigencias del sueño del escritor. Por otro lado, tampoco creo hablar tanto de mí… Pienso que lo mejor es dejar el asunto aquí, no profundizar. Esto no pretender ser una obra profunda. Es, ya dije, una terapia. Además, ya va siendo hora de volver a Pedro Capllonch, el cual ya contó el primero de sus relatos. Cecilia Polsen ya no está con él. Todavía no se ha acostado. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Se ha sentado a escribir? ¿Por qué no? ¿No era este su objetivo, escribir sus memorias? La prostituta hace de conductor de los recueros. Le resulta más fácil evocarlos si alguien lo escucha. Una vez solo, se sienta y escribe. A diferencia de su estilo oral, su escritura es directa, despojada. Emplea frases breves y muy pocos adjetivos. Casi parece un resumen esquemático de lo que contó a Cecilia. Medio folio le basta. Con todo, se ha demorado bastante. Entre frase y frase, dormitaba o recordaba. Se perdía por esas rendijas que su relato había abierto. Empieza a amanecer cuando escribe la última línea. Un mundo con mala resolución, granulado, gris, se agazapa tras la ventana. La tentación de un último cigarro antes de echarse a dormir lo roza levemente. Deja el cuarto en el que está y se dirige a la cocina. Pese a que no tiene hambre, abre cajones en busca de algo que llevarse al estómago. Finalmente, opta por prepararse un café. Sale a la terraza. La visión de la piscina le resulta decepcionante. Alcanza el vaso en el que hace unas horas bebía Cecilia Polsen. Examina los bordes en busca de restos de carmín o saliva. La huella de sus labios sobre el cristal lo enternece unos segundos. Deja el vaso sobre la mesa, se desprecia sin convicción por su sensiblería y regresa al interior de la casa. Ya en la cama, imagina a Cecilia a su lado. «Hacerse viejo es volver a la niñez, pero sin ese exceso de vitalidad. Se reblandece la mente, nos tornamos previsibles, débiles y patéticos. Esto no es más que un capricho, nada, y, sin embargo, tiemblo y abrazo la almohada pensando en Cecilia Polsen. Seguramente lo sabe, pero no me importa. Forma parte del juego».

(*) Para fortalecer su argumento, Kundera recurre a lo que otros escritores dijeron sobre este asunto. Entre los citados, se encuentran Flaubert (¡otra coincidencia!) («El artista debe hacer creer a la posteridad que no ha vivido»), Maupassant («La vida privada de un hombre y su aspecto no pertenecen al público»), Hermann Broch (refiriéndose a Musil, a Kafka y a sí mismo: «Ninguna de los tres tiene verdadera biografía»), Karel Capek (que al ser interrogado por los motivos por los cuales no escribía poesía, respondió: «Porque detesto hablar de mí mismo»), Nabokov («Detesto meter la nariz en la valiosa vida de los grandes escritores y jamás levantará un biógrafo el velo de mi vida privada»), Italo Calvino (que no dirá a nadie nada sobre su vida privada) y Faulkner (que desea «ser anulado en tanto que hombre, suprimido de la Historia, no dejar huella alguna, nada más que libros impresos»).