lunes, 9 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [21]


lunes, 09 de enero de 2012

Acabo de releer lo que ayer escribí. Imagino lo que Jaime Castell diría: «es demasiado fácil, de una vaciedad espantosa; es disimular de la peor manera la ausencia de discurso propio». ¿Discurso propio? ¿Alguien, a estas alturas, tiene discurso propio? (Esto lo diría para fastidiar, para dar inicio a una de esas discusiones desquiciantes, sin solución posible). Yo hablaría, más bien, de grados de disimulo. Pero no, no quiero establecer aquí, ahora, un diálogo con el poeta. Dejaré que se explaye (ya veremos) en su próxima cita con Sancevá. Pero sí querría añadir algo a lo escrito el domingo, algo que me parece de una obviedad apabullante: que un escritor hable o no de sí mismo carece de importancia. Uno puede detestar hablar de sí mismo del mismo modo que a otro puede encantarle. ¿Importa algo? Lo fundamental es cómo cuentes eso que quieres contar, es decir, la forma. (En este punto, Dovtálov, Kundera y Levrero parecen estar de acuerdo). O sea, que si a un escritor le da por narrar una mudanza, por poner un ejemplo, lo importante no es la existencia real, fuera de las páginas, de esa mudanza, ni lo que el escritor piensa verdaderamente de las mudanzas, sino la gracia con que esa mudanza es narrada. Al final, si el escritor es bueno, si tiene verdadero talento, se dejará llevar por la magia del relato (vuelvo a emplear la palabra magia, debería hacérmelo mirar), es decir, dará prioridad a lo que el relato imponga y no a lo que imponga la biografía, el hecho anecdótico narrado, su opinión sobre el asunto. Y no, no veo ninguna contradicción. La literatura, siempre, antes que testimonio, antes que memoria, es literatura, por muy autobiográfica que sea. Dejo la cuestión.
               Siguen los paralelismos con La novela luminosa. En sus páginas, Levrero habla de Onetti, Beckett y Bernhard, tres nombres mencionados a lo largo de este diario. Quizá debería abandonar la lectura de este libro. Empiezo a estar paranoico. 
               Bueno, la mención de Onetti es incidental. Hace referencia al aspecto físico del también escritor uruguayo en sus últimos tiempos, cuando permanecía encamado. La mención de Beckett tampoco tiene mayor importancia. Habla un poco de sus cuentos, que yo no he leído, si bien más adelante Levrero apunta la posibilidad de releer Malone muere. Recuerdo aquí que cuando hablé de crear un plano ficcional, el plano en que se mueven Sancevá y compañía, mencioné expresamente esta novela del autor irlandés. Pero lo que ha hecho que saltaran todas las alarmas y me diera por emplear la palabra «paranoico» ha sido la mención de Bernhard, concretamente, la de su novela El sobrino de Wittgenstein. Levrero la lee y, sin negar la fuerza y la calidad características del austriaco, dice que en esta obra «se nota un cierto desgaste, ¿cómo decirlo?: una especie de cansancio». Yo no empleé tales palabras al hablar de El sobrino de Wittgensteis, en cambio dije que, tras leer su pentalogía autobiográfica, ya nada podía estar a la altura, si bien esto no significaba que el libro en cuestión no fuera un gran libro. 
               Sí, tal vez exagero las cosas, tal vez no sea para tanto. Al fin y al cabo, los autores mencionados son autores mundialmente reconocidos. Hasta cierto punto son normales tales coincidencias. Por otro lado, siento que contarlo me ha hecho bien. Me he vuelto a quitar un peso de encima.
               No olvido que tengo que decidir si cuento alguna de esas semejanzas que, a raíz de la lectura de La novela luminosa, han ido surgiendo entre mi vida y la del uruguayo. Imagino que son detalles sin importancia, pero no puedo dejar de sentir extrañeza. Tal vez, si cuento alguna de esas semejanzas… El problema es que la más llamativa tiene que ver con mi vida sentimental. Decidido, voy a hacerlo. A lo largo de su libro, Levrero cuenta alguno de los sueños que tiene para después lanzarse a su interpretación. Es un juego que yo casi nunca he practicado, entre otras cosas, porque casi nunca recuerdo lo que sueño. Pero ocurrió que ayer por la mañana fui impelido a interpretar un sueño que yo no había soñado pero del cual era el protagonista. La que vengo llamando la mujer de mi vida me telefoneó para contarme que había soñado conmigo. Esto, inmediatamente, me puso a la defensiva. En el sueño, yo estaba muerto. Ella acudía al velorio, concretamente, se encargaba del cuidado de Floriane. Curiosamente, yo estaba presente en mi propio funeral. Sentado en primera fila, contemplaba silencioso el ataúd granate en donde me hallaba. Pese a estar ahí, sentado, a la vista de todos, no había duda de que yo estaba muerto. El sueño seguía, pero he olvidado cómo. Quero decir: me contó algo más, pero ya no lo recuerdo. Sé que sacaban el ataúd del lugar donde se celebraba el velorio. Lo que no me dijo o he olvidado es si yo ayudaba a transportar mi propio ataúd. Mi interpretación fue la siguiente: la mujer de mi vida quiere olvidarme, necesita alejarme de su vida, al menos es lo que le aconseja la parte racional de su cerebro (y alguna que otra amiga irracional), sin embargo, se ve incapaz de hacerlo. La presencia de Floriane (Floriane quería muchísimo a la mujer de mi vida) simboliza los buenos recuerdos, la calidez, todo lo maravilloso que vivimos juntos. En suma, la posibilidad de un futuro. En cambio, mi propia presencia, una presencia fría, casi irreal, distante, es la manera en que el subconsciente le recuerda cómo pude llegar a ser, o sea, cómo puedo llegar a ser: alguien frío, solitario, egoísta y sin corazón. Uf. Lo dejo. Debería volver al plano ficcional. Sancevá aguarda, pero no. Antes quiero solventar otro asunto.
               Un día después de que hablara de los cuadros de Salva Ginard, esto es, el sábado 7 de enero, recibí un mail de éste con las dos imágenes comentadas.  No vi este correo hasta el domingo 8, es decir, ayer, una vez publicada la entrada del diario. Ahora que vuelvo a ver las imágenes, no tengo nada que añadir a lo que dije sobre el cuadro masculino. Se me ocurre, eso sí, que, de acabar publicado este diario en papel, podría ser una magnífica imagen para la portada. Fuerza y soledad, me gusta. Respecto a la segunda imagen, me gustaría añadir (y esto supone, creo, una reinterpretación de lo dicho el viernes) que la mujer parece amordazada por su propia tristeza, como si algo que no vemos, pero que está allí, la confinara en una soledad que la desgasta, que la embrutece, que la destruye poco a poco, en silencio.
               Otra vez vuelvo a postergar el plano ficcional, pero no puedo dejar de aclarar, de comentar, ciertos aspectos de mi vida. Espero que Kundera pueda perdonarme.