martes, 03 de enero de 2012
Consigno aquí la ausencia de Floriane. No me extenderé más en este punto por considerar que este diario no es el lugar adecuado. Ya dije que mantendría este asunto en la intimidad. Es más, intentaré que mi estado de ánimo no condicione mis palabras.
Hoy he recibido por correo certificado La novela luminosa, de Mario Levrero. He leído el prefacio y el primer párrafo del prólogo, “Diario de la beca”. Todavía ando con La montaña mágica (me faltan algo más de doscientas páginas para finalizarla), por lo que he decido parar y centrarme en las aventuras del joven Hans Castorp. De todos modos, no he podido dejar de pensar en los paralelismos existentes (al menos, en lo leído hasta ahora) entre La novela luminosa y este diario. No estoy hablando de calidad, obviamente. Me refiero al planteamiento, por un lado, y a lo que posibilita su escritura, por otro. Ya el título del prólogo, “Diario de la beca”, pone en la pista del primer paralelismo. De hecho, el párrafo mencionado empieza de este modo: «Aquí comienzo este “Diario de la beca”. Hace meses que intento hacer algo por el estilo, pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme un hábito». En las últimas líneas de este párrafo inicial, Levrero insiste: «Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días». ¿No es idéntico a lo que yo me propuse hacer aquí? ¿No enlazan estas frases con aquellas otras de André Gorz? Por otro lado, lo que posibilita la escritura de La novela luminosa es la concesión, como anuncia el propio Levrero en el prefacio de la obra, de una beca por parte de la Fundación Guggenheim. Aquí, el paralelismo no es tan obvio, ya que yo jamás recibí una beca (entre otras cosas, porque jamás solicité una). La beca, en mi caso, sería la rotura de mi tendón y la disposición paterna a facilitarme las cosas durante mi estancia en su casa. Ya dije en su momento, o eso creo, que mi pierna escayolada era la versión moderna de aquella tuberculosis de principios del siglo pasado. Por otro lado, los paralelismos no terminan aquí. Como explica Mario Levrero, la beca Guggenheim fue concedida para que pudiese realizar la corrección definitiva de los cinco capítulos que ya tenía escritos así como para escribir los nuevos capítulos necesarios para finalizarla. Que lo lograra o no es lo de menos. Yo no tenía cinco capítulos escritos, pero sí algunas páginas, algunos esbozos, balbuceos, que hablaban y configuraban a Alberto Sancevá, incluso a Pedro Capllonch. O sea, que me he servido de este retiro obligado, de esta beca, para ordenar y dar forma (¿definitiva?) a esas historias que empecé y abandoné un par de años atrás. (Por no hablar del modo en que utilizo textos antiguos publicados ya en mi blog). Está de más decir que estas seis semanas de inmovilización no son comparables con el año de que dispuso el uruguayo para avanzar, profundizar, en su obra; tampoco la rotura de un tendón es comparable a la tuberculosis decimonónica, por eso es casi obligado que este diario sea mucho más ligero, mucho más breve. Una obra insignificante, casi un guiño. Ya lo anuncié hace unos días: abandonaré este diario el mismo día en que den por finalizada mi rehabilitación.
La originalidad, en mi caso, y comparando estas líneas con la obras mencionadas, es que me enfrento a la escritura “en directo”, es que hago crecer este diario, esta novela, a la vista de todos… Que todos no sean más que cuatro o cinco personas no añade ni resta nada al hecho en sí.
Pero dejémonos de originalidades. Sólo los imbéciles y los genios, y no todos, se creen originales, y ya se sabe que genios hay pocos, muy pocos. Volvamos a Alberto Sancevá. Hay una frase que en su momento anoté, pensando que podría serme útil en la construcción del personaje Sancevá. Una frase en apariencia absurda, posiblemente absurda del todo. Ignoro su procedencia. Irrumpió de pronto. La anoté en el procesador de textos del móvil y pensé: Alberto jugará con ella. Es lo suficientemente obsesivo y enfermizo como para hacerlo. «La vida es irreal, en cambio, el dolor que produce es real». Aquí está la frase. ¿De dónde procede? Ha irrumpido así, de pronto, en la cabeza de Alberto Sancevá. No siente extrañeza. A veces le sucede. Ya está acostumbrado a que su mente trabaje por su cuenta y, sin previo aviso, independientemente de las circunstancias exteriores, le entregue el resultado (tantas veces ridículo, nimio) de su actividad secreta. Ahora se ve obligado a tirar del hilo. Necesita desarrollar la idea, exprimir algo más las palabras. No es más que un juego, en realidad. Rara vez llega a conclusiones claras. Este entretenimiento, este vicio, no sirve más que para mejorar su capacidad de jugador, de manipulador de palabras; su aprendizaje como ser humano, la adquisición de nuevos conocimientos, etc., son asuntos que quedan al margen…
Mis libros, piensa, (englobados en la esfera del dolor producido por la vida, así como del placer también producido por esta vida) son la prolongación de un yo inexistente, intercambiable, en estas calles del día a día, calles saturadas de ruido, de distracciones, de los otros que me niegan, de la conciencia aterradora del transcurrir del tiempo, un tiempo que me engullirá. Sólo en ellos, en mis libros, alcanzo a ser alguien, alguien significativo, individual, sólo en ellos llega a tener algo de sentido mi existencia. (De estar menos espeso, se percataría de que equipara realidad y sentido, como si fueran una misma cosa, otorgando al sinsentido el carácter de irreal, cuando, tantas veces, el sinsentido de todo parece la única cosa real, es decir, existente, posible, pronunciable). Estar aquí, esperando a Nuria, en una de las mesas exteriores de la cafetería de Es Baluard, esta tarde soleada de principios de junio, es un misterio, algo inexplicable, extraño, casi irreal. ¿Peligroso? Frente al ordenador, en cambio, todo se reordena, todo se eleva a una significación que al final tranquiliza, por muy enrevesada que sea, por muchos palos (propios o ajenos, pero sobre todo propios) que podamos llevarnos a causa de nuestras palabras. Turbado por estas reflexiones, Alberto Salcevá piensa que estaría bien anotarlas para, más tarde, con más calma, volver a ellas, ordenarlas, pero, en contra de lo que suele ser su costumbre, no lleva consigo ni su Moleskine ni su Pilot Extra Fine. Se consuela pensando que sus reflexiones no eran para tanto y que, a poco que se esfuerce, podrá reproducirlas una vez en casa, frente al ordenador. Es más, tal vez pueda aclararlas un poco, pues no se le escapa lo embarullado de sus disquisiciones. Hay un error, piensa, algo no cuadra… Esto lo incomoda. Tal vez, cuando se siente frente al ordenador para actualizar su diario, vuelva sobre este asunto, con calma… Hace más de seis años inició (inicié) un diario en el que, con lapsos significativos, narra su anodina existencia hecha de lecturas, reflexiones y amantes. Ahora ya ni eso, piensa Alberto Sancevá. Hace tres años que ya no tengo amantes o, para ser más exacto, hace tres años que sólo tengo una, y no es que haya muerto el mujeriego que hay en mí. De hecho, en esta tarde soleada de principios de junio, esta tarde tomada por las primeras turistas alemanas y británicas sedientas de sol y aventura, diría que el mujeriego está más vivo que nunca, retorciéndose ahí adentro, entre todas esas ideas que se me ocurren y que a veces anoto en mi cuaderno y, a veces, como ahora, dejo que se me escapen. Esta reflexión le recuerda algo que escribió en uno de sus Moleskine y que después trasladó a su diario: «En ocasiones me da por pensar que mi mejor obra podría ser un compendio de todas las ideas que se me ocurren y olvido antes de anotar en cualquier lado». (El miércoles siete de diciembre, en este mismo diario, escribí lo siguiente: «A veces me da por pensar que, en el futuro, alguien podría considerar que mi mejor obra no es otra que este conjunto de textos descartados»). ¿Un modo de no renunciar a creerse un genio? ¿Una manera de mantener la esperanza? Qué gilipollez, piensa Alberto Sancevá, no es más que una frase escrita al dictado de cierta noción estética, nada más. Tras ella, no hay verdadera reflexión…
(14:05)
Pienso en Alberto Sancevá. Creo que ha empezado a independizarse, a tomar las riendas de su propia vida. Suele ocurrir con los personajes. ¿Cómo lo veo? Si me obligaran a describirlo, diría que se trata de alguien obsesionado, enfermo. Tiende a la autodestrucción. Carece del amor propio suficiente, tal vez de la audacia, para plantarle cara a este virus. Frente a Jaime Castell y Nuria Tamena logra mantener la compostura, se muestra fuerte (este mostrarse fuerte es síntoma de su debilidad), pero en cuanto se aleja de su amigo y de su amante, es decir, de su círculo íntimo, en cuanto se queda solo, sucumbe a este instinto aniquilador. En este sentido, podemos hablar de dos Albertos. Esta dualidad acentúa su asfixia, su inadaptación. Su mente trabaja sin descanso y siempre en su contra. Su inteligencia es más verbal que de fondo. Se recluye en su interior para no afrontar lo que hay afuera. Es alguien que, poco a poco, se está alejando del mundo. Se está perdiendo. Lo peor es que, de intuir su destino, sonreiría indiferente. ¿Cuál es el problema de Sancevá? De entrada, veo dos:
1. No tiene hijos, le falta este anclaje sentimental a la vida. Incapaz para los grandes amores no filiales, para la vida en pareja, no tiene por quién luchar. (Se tiene a sí mismo, pero recordemos su tendencia autodestructiva, sólo atenuada por su gusto por los placeres mundanos y su pánico al dolor
2. Su vocación y su talento no están en pie de igualdad. La única cosa que le interesa verdaderamente (las mujeres, el vino, la buena comida le gustan, pero no le interesan) es la literatura. Sin embargo, es lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que su talento es, por decirlo de un modo educado, limitado, cosa que le atormenta.