Era escritor en un mundo donde no quedaban escritores o al menos es lo que aseguraba. Abundaban, eso sí, los publicitas, los comentaristas, los panfletarios, los pirómanos. Hay que decir en su defensa que no vivía al margen de las noticias. Lo que ocurre es que las recreaba, las utilizaba para sus fines, supeditando la historia narrada a un vago afán estético. Entendamos lo de vago afán estético. Odiaba a los melifluos, a los profesionales del adorno, a los recargados de bisutería, a los aspirantes a García Márquez. Los odiaba con odio retroactivo, ya que, como hemos dicho y siempre según él, no quedaban escritores y los publicistas siempre fueron expertos en el arte del chiste y la condensación. En fin, tal vez nuestro escritor no era más que un publicista que se extendía, un comentarista que inventaba más de la cuenta, un panfletario con alma de esquirol, un bonzo que ardía en sus propias palabras. Todo tiene su tiempo y el tiempo de los escritores era historia. Esto no es más que una esquela extensa e improvisada, con algo de loa y puede que de protesta. Contaremos su final porque creemos que lo merece. El escritor se encerró en su apartamento a escribir. No le importaba carecer de lectores. Escribió tanto que se le acabaron borrando las letras al teclado de su ordenador. Luego, incluso el ordenador desapareció. Entonces decidió que ya había escrito o vivido lo suficiente. Un experto en arqueología alternativa aplicada a las yemas de los dedos, después de un estudio pormenorizado del que ahorraremos los detalles, pudo reconstruir, una a una, sus últimas palabras: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Finalmente, parece que lo consiguió.
ULTIMA HORA, 15/03/11