domingo, 18 de marzo de 2012

Dormí en una habitación que no es la mía. Toda la noche soñé con palabras. Las palabras flotaban o, más que flotar, merodeaban como moscas en el ambiente opresivo de la estancia. Al despertar me encontré con esto:


Juraría que la noche anterior no era así. No llegué a tener miedo, pero decidí que lo mejor que podía hacer era salir a la calle y conducir mi Vespa sin rumbo predeterminado.

La primavera, si bien todavía no ha llegado oficialmente, se manifiesta en cada una de las aceras de la ciudad. Hay un ansia de vida, de voluptuosidad, temblando en cada esquina, en cada cruce. Las mujeres andan con piernas y brazos descubiertos. Se las ve sonrientes y predispuestas a la charla, diría que a la intimidad. Es la vida llamando a la vida, a su perpetuación inagotable… Ya me había olvidado del sueño de la noche anterior. Era el momento de reponer fuerzas. Me instalé en la terraza de un bar y me pedí una cerveza y unas aceitunas. Llevaba conmigo El mundo no se acaba y otros poemas, de Charles Simic. Uno de estos poemas se clavó en mi cerebro. De regreso a casa, lo he vuelto a leer:

Una poesía sobre una reunión en una azotea de Nueva York durante un frío atardecer de otoño, bebiendo vino tinto, rodeados de altos edificios, los chiquillos corriendo peligrosamente al borde, la bella muchacha de la que en secreto están todos enamorados está sentada sola. Ella morirá joven pero todavía no lo sabemos. Tiene un agujero en las medias negras, enseña el dedo gordo del pie, dedo pintado de rojo… Y los rascacielos… en la luz crepuscular… como nuevos caldeos, pitonisas, Casandras… a causa de sus muchas ventanas ciegas.


Este poema de Charles Simic hace que piense en uno de mis poemas favoritos de Leopoldo María Panero, PARIS SIN EL ESTEREOSCOPIO:

recuerdas el que vivía antes en el piso de arriba y echó a su hija de casa y se oían los gritos y luego él tiró sus muñecas al patio porque ella todavía conservaba sus muñecas y allí estuvieron entre toda aquella basura y las miramos que no se movían y ya no se oían los gritos hasta que se hizo de noche y luego el portero debió de recogerlas a la mañana siguiente algunas sin brazos

las estuvimos mirando toda la tarde mientras iban perdiendo forma hasta que oscureció y no pudimos verlas y luego cuando me desperté a medianoche pensé “ya no queda nadie para vigilarlas”

Ahora es de noche y me dispongo a escribir un poema.
Mañana será mi último día de rehabilitación o, lo que es lo mismo, el final del Diario de un hombre cojo.