Piscinas iluminadas (Baile del Sol, 2013) |
(...) Ojalá
tuviera la fuerza y la convicción y la ceguera suficientes para llamarla, para
decirle que todo se solucionará, que remontaremos porque somos fuertes y uno,
indestructibles, y que será como al principio, como si tal cosa fuese posible,
como si por arte de magia pudiésemos desandar el tiempo, volver a aquellos días
iniciales en que su sola presencia me enervaba, ¿me enervaba?, en que me creía
capaz de cualquier cosa por estar con ella, por conseguirla, ¿cualquier cosa?,
y todo se derrumba a cámara lenta y sólo puedo acomodarme en la terraza,
despedir con una sonrisa triste y convincente a aquellos dos jóvenes enamorados
que pasean de la mano, que se besan en el cine, que deciden, cegados por su
buena racha, jugadores inexpertos, que van a ser felices hasta el final de la
película, que nada ni nadie los podrá vencer. La piscina brilla como brillaban
los ojos de Luisa la primera vez que hicimos el amor, pero no, no es verdad,
allí, en aquel instante inaugural, aquel instante que uno imagina inolvidable,
que da comienzo a una etapa decisiva, al menos así lo siente uno, en aquel momento
épico y tantas veces vivido con anterioridad en la cabeza, nada brillaba, ni
los ojos de Luisa, ni una luna o bombilla que contemplar después, ya calmados,
ni una frase que enmarcar, que conmemorar en aniversarios venideros, todo era
penumbra y silencio, un silencio hecho de respiraciones, de cuerpos que se escrutan,
nerviosos, de palabras abortadas. Aquella primera noche no pudimos hacer el
amor. Luisa reaccionó con ternura y cautela. Decidimos esperar. Era cuestión de
tiempo. Al final todo es cuestión de tiempo. El ser feliz o infeliz, el lograr
algo o el perderlo, que Luisa regrese o no. Dejo la nota sobre la mesa. Observo
la piscina. Hay algo hipnótico en las piscinas iluminadas. Empiezo a cantar. Se
trata de una vieja canción de Roberto Carlos. Llega de la niñez. Puedo ver el
salón de nuestra casa de Porto Petro. Las ventanas abiertas de par en par, la
brisa agitando las cortinas blancas. Una estampa veraniega. Por entonces, el
calor era soportable. Mamá se encuentra en la cocina. Creo que papá se ha ido
al fútbol con los amigos. Debe ser domingo por la tarde. En el tocadiscos suena
un vinilo del brasileño. “Conozco el amor, lo que me puede dar…”. En ese
preciso instante intuyo, sin ser capaz de ponerle un nombre a esa intuición, lo
que después conoceré como nostalgia. Una nostalgia de futuro, un breve instante
de lucidez. Saber que todo se perderá, que los regresos serán tristes, que solo
quedarán migajas, la tarea de reconstruir y recrear. Creo recordar que estuve
en el salón un buen rato, en el sofá, escuchando a un tipo extranjero que
cantaba en castellano con un acento para mí desconocido, que vestía americana
blanca y camiseta azul ceñida y que aseguraba que lo importante era haber
vivido emociones, Emoçoes ponía en el
estuche del vinilo. Después salí de casa y me puse a caminar sin saber muy bien
adónde me dirigía hasta que llegué a la higuera que había junto a las pistas
abandonadas de mini-golf. Años después regresé a aquellas pistas, creo que me
acompañaba aquella novia que solía chupármela en el rellano del entresuelo de su
casa, aquella novia que se tragaba mi semen como nunca hizo Luisa, aunque
podría ser otra, la cuestión es que regresé, pero el óxido y los hierbajos
prácticamente habían hecho desaparecer aquellas pistas en las que, de todos
modos, jamás sucedió nada digno de mención, pero no, en realidad todo es digno
de mención, la higuera, las pistas abandonadas de mini-golf, la novia o amiga
que años después me acompañó y se sentó a mi lado a la sombra de la higuera
mientras no le contaba nada porque no había nada que contar, sólo quería que
contemplara conmigo aquel pedazo de mi niñez, aquella cosa muerta que regresaba
de la propia muerte para dejarnos su mensaje indescifrable, el mismo mensaje
que ahora me escupe la piscina iluminada, la nota de Luisa, los acordes
recordados de una vieja canción de Roberto Carlos (...)