sábado, 15 de marzo de 2014

Otro fragmento de Piscinas


Piscinas iluminadas (Baile del Sol, 2013)

(...) Ojalá tuviera la fuerza y la convicción y la ceguera suficientes para llamarla, para decirle que todo se solucionará, que remontaremos porque somos fuertes y uno, indestructibles, y que será como al principio, como si tal cosa fuese posible, como si por arte de magia pudiésemos desandar el tiempo, volver a aquellos días iniciales en que su sola presencia me enervaba, ¿me enervaba?, en que me creía capaz de cualquier cosa por estar con ella, por conseguirla, ¿cualquier cosa?, y todo se derrumba a cámara lenta y sólo puedo acomodarme en la terraza, despedir con una sonrisa triste y convincente a aquellos dos jóvenes enamorados que pasean de la mano, que se besan en el cine, que deciden, cegados por su buena racha, jugadores inexpertos, que van a ser felices hasta el final de la película, que nada ni nadie los podrá vencer. La piscina brilla como brillaban los ojos de Luisa la primera vez que hicimos el amor, pero no, no es verdad, allí, en aquel instante inaugural, aquel instante que uno imagina inolvidable, que da comienzo a una etapa decisiva, al menos así lo siente uno, en aquel momento épico y tantas veces vivido con anterioridad en la cabeza, nada brillaba, ni los ojos de Luisa, ni una luna o bombilla que contemplar después, ya calmados, ni una frase que enmarcar, que conmemorar en aniversarios venideros, todo era penumbra y silencio, un silencio hecho de respiraciones, de cuerpos que se escrutan, nerviosos, de palabras abortadas. Aquella primera noche no pudimos hacer el amor. Luisa reaccionó con ternura y cautela. Decidimos esperar. Era cuestión de tiempo. Al final todo es cuestión de tiempo. El ser feliz o infeliz, el lograr algo o el perderlo, que Luisa regrese o no. Dejo la nota sobre la mesa. Observo la piscina. Hay algo hipnótico en las piscinas iluminadas. Empiezo a cantar. Se trata de una vieja canción de Roberto Carlos. Llega de la niñez. Puedo ver el salón de nuestra casa de Porto Petro. Las ventanas abiertas de par en par, la brisa agitando las cortinas blancas. Una estampa veraniega. Por entonces, el calor era soportable. Mamá se encuentra en la cocina. Creo que papá se ha ido al fútbol con los amigos. Debe ser domingo por la tarde. En el tocadiscos suena un vinilo del brasileño. “Conozco el amor, lo que me puede dar…”. En ese preciso instante intuyo, sin ser capaz de ponerle un nombre a esa intuición, lo que después conoceré como nostalgia. Una nostalgia de futuro, un breve instante de lucidez. Saber que todo se perderá, que los regresos serán tristes, que solo quedarán migajas, la tarea de reconstruir y recrear. Creo recordar que estuve en el salón un buen rato, en el sofá, escuchando a un tipo extranjero que cantaba en castellano con un acento para mí desconocido, que vestía americana blanca y camiseta azul ceñida y que aseguraba que lo importante era haber vivido emociones, Emoçoes ponía en el estuche del vinilo. Después salí de casa y me puse a caminar sin saber muy bien adónde me dirigía hasta que llegué a la higuera que había junto a las pistas abandonadas de mini-golf. Años después regresé a aquellas pistas, creo que me acompañaba aquella novia que solía chupármela en el rellano del entresuelo de su casa, aquella novia que se tragaba mi semen como nunca hizo Luisa, aunque podría ser otra, la cuestión es que regresé, pero el óxido y los hierbajos prácticamente habían hecho desaparecer aquellas pistas en las que, de todos modos, jamás sucedió nada digno de mención, pero no, en realidad todo es digno de mención, la higuera, las pistas abandonadas de mini-golf, la novia o amiga que años después me acompañó y se sentó a mi lado a la sombra de la higuera mientras no le contaba nada porque no había nada que contar, sólo quería que contemplara conmigo aquel pedazo de mi niñez, aquella cosa muerta que regresaba de la propia muerte para dejarnos su mensaje indescifrable, el mismo mensaje que ahora me escupe la piscina iluminada, la nota de Luisa, los acordes recordados de una vieja canción de Roberto Carlos (...)