domingo, 17 de agosto de 2014
Disponer de dos caras, una hacia afuera,
exterior, y otra hacia adentro. Mostrar, a través de la exterior, una parte de
ti: la que descree, la que se ríe, la que toma distancia. La otra, la que mira
en tu interior, ha de ser la cara del héroe, del loco, la que en el fondo se
cree alguien especial, con un destino cierto. Escribir los poemas con la cara
interior, eso sí, salpicada por esa risa y esa distancia. La risa loca del lúcido.
La distancia de alguien que sólo concibe el poema desde la implicación
absoluta.
A veces la mente funciona así: lees el
poema XIV (“Otros duermen en vagones de carga y necesitan / tratamientos
antialcohólicos y psiquiatras”) de Crónica
del forastero, libro escrito por Jorge Teiller, e inmediatamente vuelas
hasta aquel primer verso del famoso poema de Allen Ginsberg: “He visto las
mejores mentes de mi generación destruidas por la locura…”. Por su parte, este
verso (la mención de la destrucción, de la locura) te remite a Roberto Bolaño,
a su concepción inicial de la poesía (que nunca abandonó): “Desplazamiento del
acto de escribir por zonas nada propicias para el acto de escribir”. Entonces
recuerdas lo que escribió Alejandro Zambra sobre su compatriota: “los poemas de
Bolaño son los poemas de los personajes de Bolaño”. Y así.
(…)
lunes, 18 de agosto de 2014
(…) Acabo de darme cuenta. Llevo diez
años escribiendo en este diario. Fue en agosto de 2004 cuando lo inicié,
concretamente, el día 3. Lo inauguré con esta frase: Hoy es Santa Lidia. Menuda
manera de empezar un diario. Diez años ya. Ha habido épocas en que me he
olvidado de él, pero siempre termino por regresar. Es un banco de pruebas, un
gimnasio; es otra manera de hablar conmigo. Alguna que otra vez se parece a un
confesionario. Soy proclive a perdonármelo todo.
martes, 19 de agosto de 2014
La cultura tiende a la enfermedad, de
ahí que deba andar medicándose constantemente.
Hoy me acerqué a Babel. Tuve en las
manos La tentación del fracaso,
dietario íntimo de Julio Ramón Ribeyro. Estuve tentado de hacerme con él. No es
la primera vez que me pasa. Finalmente, lo devolví al anaquel del que lo
extraje. Algo me dice que no es el momento. Por otro lado, tengo en casa varios
diarios de escritores cuya lectura no finalicé. Algunas tardes vuelvo a ellos,
leo unas páginas y los devuelvo a la estantería, donde se quedan hasta que de
nuevo me acerco a ellos, unos meses después. Así me pasa con El oficio de vivir de Cesare Pavese, con
los Diarios de John Cheever o con El cuaderno gris de Josep Pla…
Finalmente, me hice con La muerte del
padre, de Karl Ove Knausgård. Está claro que hoy latía en mí un ansia por
lo autobiográfico.