Hambre
Me pasé el día leyendo Hambre, de Knut Hamsun.
El sol quemaba mis hombros y yo leía y veía a
Hamsun
Aquella novelita me tenía hipnotizado.
Le di gracias al cielo por no haberla leído
con 18 años. De haberlo hecho,
probablemente me hallaría bajo tierra,
muerto por inanición artística,
como un aspirante a maldito
sin otro mérito que su propia defunción.
Mientras leía y dejaba que el sol
hiciera su trabajo, el hambre crecía en mi
interior
como una víbora borracha.
Hambre, sí, pero hambre de qué.
Terminado el libro, lo cerré y me zambullí
en la piscina. Nadé con la esperanza de ser
sólo
tormento muscular. El verano crepitaba.
Mi actividad acuática no hacía más que aumentar
el hambre que sentía,
que me devoraba por dentro como un ácido.
Ya en casa, recordé
que la gran novela
del hambre
había sido escrita
por un españolito anónimo
del siglo dieciséis. Pues sepa vuestra merced,
ante todas cosas, que a mí me llaman Lázaro
de Tormes.
Pensé en un rostro áspero, con los dientes partidos,
repleto de cicatrices,
en todo lo que había hecho falta
para el surgir de la Literatura.
Tuve un instante de terror,
un segundo de vértigo inmedible.
Tenía que tranquilizarme,
el verano no había hecho más que empezar.
Quedaban muchos meses por delante
para intentar recomponer
la ciudad posnuclear
que era mi vida.
Pero el hambre, joder, no remitía.
La víbora mordía en lo más hondo.
Sed
La
vida y sus momentos estelares.
Qué
grandes fuimos y qué triste es todo
ahora.
No me dejes esta noche
beber
más. Todo brilla y todo duele
en
un temblor descontrolado. Bebo
y
no debiera. ¿Qué se hizo, dime,
de
tanto amor y tanta sed? Aquella
sed era diferente, era sagrada,
sed
de gigantes en la cuerda floja,
sed
de Clyde Chestnut y de Bonnie Parker,
sed
de un fulgor violento, irrepetible
como
mi cuerpo de los dieciocho
años,
como tu risa que ya nunca
escucho.
Todo brilla y todo duele.
En
esta noche inmensa, no me dejes
beber
más. No me dejes. Tengo miedo.
Mi
sed es diferente, es más oscura.
La
vida y sus momentos estelares.
Qué
grandes fuimos, Dios, qué grandes fuimos.
Fuego
En la mesa del bar, junto al café con leche,
la foto de una joven oficial comunista
de rostro impenetrable.
La imagino una vez concluido el desfile,
la «exhibición
de fuerza», según la prensa occidental.
No siento inclinación por lo propagandístico.
Prefiero lo privado, la intrahistoria,
lo que ocurre después de las proclamas…
El rostro de esta joven oficial comunista,
ahora en todos los periódicos del mundo.
El paralelo 38 que divide mi mente y mis
entrañas
en dos idiomas irreconciliables.
Los fórceps con los que extraigo estas frases
suicidas
que nadie puede escuchar.
Este fuego invisible y poderoso que no hace
rehenes
y que avanza incansable a través de los
siglos
y mis piernas. Nada puede en su contra
el sobrevalorado amor de los hombres.
El fuego de Alejandría, el de la Bebelplatz en Berlín,
el de la plaza de Tiananmen, aquí al lado,
todos los fuegos son el mismo,
creímos poder controlarlo pero siempre se
mantuvo
más allá de nuestros sofisticados
medios de control. Nace de nuestro miedo,
del hambre y la sed que nos engendran.
Su furia no conoce límites.
Cierro los ojos, dejo que el calor del verano
inunde mis pulmones mientras julio
aviva mi deseo con su aliento.
El rostro de la joven oficial comunista
sigue ahí, me produce ternura, la misma que producen
esos niños sicarios del submundo. Sospecho
que, de considerarme su enemigo,
me pegaría un tiro sin dudarlo.
¿No es esto, acaso,
lo que esperamos del Amor?