Vacaciones. Un pueblito costero. Días de azul y sal,
de piel pegajosa y caliente. Noches en que el ventilador de techo no deja de
girar. Días de televisor con la pantalla en negro. Noches de verbena, de dormir
a pierna suelta. Mañanas de aguas transparentes y tardes de palabras pausadas.
Familia. La novela que es toda familia. Breves horas de siesta dedicadas a la
lectura con acompañamiento de cigarras. Siete casas vacías, de Samanta
Schweblin, y Nueve, de Rodrigo Hasbún. La actualidad, un cuento más, el
más incomprensible. A través de Facebook, me entero de lo de Grecia (si es que
algo así es posible), de lo que dijo un famoso editor de poesía en España. Una
vez más constato lo evidente: la tv es prescindible, la conexión wi-fi no. El
regreso. La ciudad. El trabajo. La necesidad de vacaciones para recuperarse de
las vacaciones. El imperio del aire acondicionado. El refugio de los bares. Una
novela, Lo que escucha la lluvia, de Francisco Solano. Narración sin
hechos o sin apenas hechos, digresión, demora, la palabra por la palabra. Me
impaciento. Añoro la acción, que me cuenten una historia. Me veo en la
terracita de la casa del pueblo costero leyendo a la argentina o al boliviano.
Me gusta esa estampa ya fantasmal. Aletea la idea de una nueva novela. ¿Y los poemas?
Atiendan que pregunto por los poemas, no por la poesía…