domingo, 7 de junio de 2009

Imposible hablar de los domingos: Cheever, Banville, McEwan, McEnroe


Domingo. De tan sencillo, se hace imposible hablar de los domingos. Pero no hay que hablar de los domingos sino de este domingo. Bajé a la piscina mientras los otros seguían durmiendo. Llevaba conmigo los Diarios de John Cheever. Recurro a ellos siempre que me quedo sin lectura. El día anterior me había zampado El lémur, de Benjamin Black (es decir, John Banville). Me lo compré, al igual que Sábado de Ian McEwan, para el viaje, pero no pude resistirme.
Es extraña mi relación con la novela negra. Casi nunca la leo, pero, cuando lo hago, me atrapa hasta el punto de poder pasarme toda una noche sin dormir, enfrascado en sus páginas.
Cheever me cae bien. Sus dilemas morales, sus contradicciones, su homosexualidad reprimida lo hacen un tipo bastante simpático. Aspira a la pureza, a la salud, y, sin embargo, no puede refrenar su sed de abismo. En la piscina he subrayado este pasaje: “(…) durante cinco minutos creo ser yo mismo: erguido, esbelto, lúcido, ni joven ni viejo, ni preocupado por la edad ni por nada. Cuál ha sido el problema: demasiada ginebra, demasiado humo, demasiada mierda. Entonces me preparo una copa y enciendo un cigarrillo.”
Por la tarde, ya todos repuestos de la noche anterior, hemos ido a un barcito por Ciudad Jardín para comer algo. Desde la mesa donde estábamos he podido ver en la pantalla del televisor como Federer rompía a llorar. A este tío lo he visto llorar más veces que a muchos de mis amigos y familiares. Mientras devorábamos nuestros bocatas, se me ha ocurrido que el suizo nunca podría protagonizar una novela negra.
Supongo que yo tampoco.
Mañana partimos hacia Munich. Se trata de un viaje familiar. A mi hermana le tocó en un sorteo. Noche en Munich y después autocar hacia el Tirol austriaco. Una semana, de lunes a lunes. La última noche la pasamos en Venecia. Me hace ilusión. No conozco Venecia.
Noches de hotel con mi hermana. Se me hace extraño. Por si acaso, además de Sábado, me llevaré otro libro. Alguno encontraré, seguro.
McEwan me parece un escritor cojonudo. Hasta hace poco, no era más que el típico nombre que ves en la colección Compactos de Anagrama. Buenas críticas, uno de los miembros más destacados de una generación brillante, peli inspirada en una de sus novelas, etc. No sé por qué, pero jamás me atrajo. Hasta que un amigo insistió. Leí del tirón Chesil Beach. Es una novela perfecta. Cómo esculpe los personajes, cómo maneja el tiempo, cómo retrata una época. Me quedé con ganas de más. Me compré Primer amor, últimos ritos. Todos los cuentos, salvo Pollón en el escenario, que se lo podría haber ahorrado, son geniales. McEwan es experto creando atmósferas violentas. Desde las primeras líneas sabes que algo no marcha bien. La sutiliza con la que construye esa antesala del desastre es inigualable. Mi favorito es El último día del verano. Si alguien me obligase a escribir los diez cuentos que más me gustaron, éste estaría en la lista.
Ya son más de las nueve y media. Queda algo de luz. Cony trajo restos del asado de casa de sus padres. Comeremos, veremos la tele, tal vez me preparé un ron con Coca-cola.
Me apetece comprarme una Nikon.
Suena McEnroe, concretamente Otras vidas. Otra recomendación de otro amigo.
De tan sencillo, se hace imposible hablar de los domingos.