sábado, 5 de septiembre de 2009

Breve ensayo sobre la tautología de los aniversarios



Llega el día de tu cumpleaños y sólo quieres meterte bajo tierra, volverte invisible, y no es que te moleste cumplir años, es que no sabes qué cara poner.

Por suerte, los facebooks, messengers, sms, etc. nos ahorran la sonrisa forzada, el apretón de manos y la palmadita en la espalda. En este sentido, estamos abocados a un modelo anglo-japonés en lo tocante a las relaciones interpersonales, es decir, sin tocamientos.

Además, la tecnología se encarga de recordarnos los aniversarios de amigos / conocidos, lo cual deriva en un aluvión de felicitaciones. En contra de lo que cabría pensar, este aluvión de felicitaciones no menoscaba el sentimiento de aislamiento, que nada tiene que ver con el número de amigos / conocidos que puedas tener.

Aislamiento como sinónimo de incomunicación provocada por el muro de artificiosidad (por otro lado necesario, ineludible) que nos separa a unos de otros.

César Aira inicia su libro Cumpleaños con la siguiente frase: “Hace poco cumplí cincuenta años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, por el recomienzo, el cambio de hábito”.

A menudo vivimos el cumpleaños propio como punto de partida, como posible inflexión a partir de la cual desterraremos malos hábitos y adquiriremos buenos. Pero llega la fecha, pasa y nada cambia.

Nunca cambia nada.

Te horroriza repetir los mismos chistes de siempre, los mismos deseos postizos y empalagosos, la misma canción desafinada. Curiosamente, este conglomerado hecho de costumbre, previsión y aburrimiento genera una violencia que uno acaba dirigiendo contra sí mismo, ya que uno es consciente de la injusticia que supondría dirigirla a ese otro transmisor de buenos deseos (dando por sentado que desearte mucho años más de vida sea un buen deseo).

Dicen que los ritos son necesarios, que no podríamos vivir sin ellos. Los lugares comunes, las frases hechas, nos salvan del abismo de incomunicación a que estamos abocados. Son nuestra guarida, la reiteración de que está hecha nuestra cordura. Los asideros que utilizamos en nuestro descenso hacia la nada.

Imagínense un trayecto en ascensor con un vecino sin poder recurrir a la climatología. O a matrimonios con hijos que, en una cena de sábado, no pudiesen hablar de sus hijos.

Así que toca poner buena cara y dar las gracias por todos los regalos, si es que los hay, por todas las palabras amables y bienintencionadas e imaginar que una pandemia de película con presupuesto millonario (y no esta gripe A de los telediarios) asola el planeta y al final –que sería el principio– sobreviven unos pocos, entre ellos tú.

El mito de poder empezar de cero llevado al extremo. Desear que el 90% de la población mundial sucumba solo para poder realizarlo. La crueldad como fruto de la cobardía, etc.

Lo mejor, sin duda, son los libros que te regalan. Hasta la fecha tenía el capítulo lecturas más o menos controlado, me refiero a lo controlado que este capítulo puede estar teniendo en cuenta mi curiosidad y ansiedad y falta de método. Ahora las lecturas pendientes se acumulan en la mesa del comedor. De momento he iniciado El discurso vacío, de Mario Levrero. Transcribo una frase de este libro que subrayé y que también habla de ritos necesarios: “Es apropiado y necesario tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad. Tiene algo de espíritu religioso que tan necesario es para la vida y que, por distintos motivos, he ido perdiendo cada vez más con los años, acompañando en este proceso a la Humanidad”.

La escritura como rito de índole religioso.

A continuación transcribo los títulos que aguardan su momento sobre la mesa del comedor, lo que constituye clara muestra de mi carácter perezoso, ya que dejo los libros en el primer sitio que veo y luego no me preocupo de colocarlos en uno más apropiado: Antología bilingüe, de William Carlos Williams; Helada, de Thomas Bernhard; Cuentos rotos, de Carlos Herrero; Mimoun, de Rafael Chirles; Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo, de Irvine Welsh.

Calma y método, además de tiempo libre. No queda otra.

En la resaca del día después de la celebración, ya con tu nueva edad a cuestas, caerás, como César Aira, como cualquiera que no tenga arrasada del todo su ingenuidad, en la vieja tentación de los planes para el nuevo curso. Terminar la novela, perder peso, mejorar el revés. Has aprendido a domesticar tus sueños. Al fin vuelan bajo, a la altura de tus posibilidades.

Eres un hombre sensato. Vivir la sensatez como una victoria o como una derrota depende de cada uno. Ser sincero con uno mismo no funciona, es un mal método. Lo importante es la voluntad, lo que tú quieras creer.

No se trata de esquivar la depresión, sino de aprender a vivir con ella, de sacarle partido. Es lo que tiene poseer una visión literaria de las cosas. La realidad te llega a través de este filtro. Se trata, digamos, de una realidad desvirtuada, de segunda mano. Solo tiene interés en la medida en que puedes utilizarla.

¿No es exagerado decir “solo tiene interés en la medida en que puedes utilizarla? No lo tengo muy claro.

La cuestión es que eres oficialmente más viejo. Luego está el típico que te suelta: “Peor sería no cumplir años”. Claro. Qué decir ante tal obviedad. Este tipo de obviedades buscan aniquilar tus discursos más nihilistas, quieren hacerte tocar con los pies el suelo. Que seas coherente. Con todo, encierran una verdad que no debemos eludir. Sería un drama no cumplir más años. No podría acabar la novela, perder peso; mi revés no alcanzaría la categoría de decente. En fin, no debo olvidarlo.


Ps: Quiero dar las gracias a todos aquellos que me felicitaron por mi cumpleaños. Gracias, sinceramente. Por favor, no dejen de hacerlo, pese a lo escrito en estos párrafos. Mi ingenuidad todavía no está del todo arrasada.