Nuestros problemas de occidentales siempre son más relevantes, más serios, que el resto de problemas que padece el mundo, es decir, los problemas de los no-occidentales, algo así como el ochenta por ciento de la población mundial (y tal vez me quedo corto). En este sentido, sería interesante establecer la equivalencia en vidas no-occidentales de una sola vida occidental, la de un ciudadano británico, por poner un ejemplo. Los noticieros y los titulares de prensa nos resultarán muy útiles para tal cometido. De todos modos, no hace falta ser muy listo ni muy utópico o de izquierdas para darse cuenta de la situación. Además, el hecho de reconocerlo amortigua este sentimiento de culpabilidad, tan añejo, tan con doble o triple filo, aunque sería injusto negar la vertiente estética de la autoflagelación. Entonamos el mea culpa con la misma pasión y determinación con que nos ponemos a salvo, con la misma entrega con que cantamos el último éxito de las listas de éxitos. Somos capaces de pisar a cualquiera con tal de conseguir nuestro minuto de gloria, supuestamente no buscado, para denunciar nuestra hipócrita y ombliguista visión del mundo. Soñamos visitar el infierno sólo para poder volver y contar que estuvimos allí. Una forma sucia, pienso, de adquirir superioridad moral, de alardear de ella. Pero si tanta suciedad resulta útil, si sirve para paliar determinados sufrimientos, para abrir algunos ojos empecinados en su ceguera crónica, la cosa habrá valido la pena, no nos quedará otra que admitirlo. Los métodos de denuncia de la suciedad son métodos sucios. A estas alturas, nada ni nadie es trigo limpio, pero la porquería, amigo mío, siempre fue mensurable. O esto me gusta pensar.
UH, 12/01/10