jueves, 18 de marzo de 2010

Parte del virus

Básicamente (este adverbio no es gratuito) existen dos tipos de escritores dentro de esa categoría que denominé “escritores que escriben para otros escritores”. Por un lado están los escritores que aman las palabras; por otro, los que aman la vida. O dicho de un modo más exacto: los que profundizan en las palabras, en el mundo de las palabras, y los que lo hacen en la vida, en la vida que se vive en contraposición a la vida que se lee. Para entendernos, entre los partidarios del mundo de las palabras nos encontramos con autores como Jorge Luis Borges o Enrique Vila-Matas, por citar dos ejemplos conocidos por todos. Entre los partidarios de la vida, y vuelven a ser dos ejemplos entre los miles que podrían citarse, se encuentran escritores como Raymond Carver o Pedro Juan Gutiérrez. Evidentemente, existe una franja de hibridación bastante amplia (algo así como el 98% de los escritores habidos y por haber), pero alcanzar el centro milimétrico resulta imposible, por lo que todo autor acaba inclinándose, aunque sea ligerísimamente, por uno de los dos lados. (Otra cosa es que seamos capaces de detectarlo, o que nos pongamos de acuerdo sobre en qué lado queda tal escritor).

Dicho esto, debo decir que las teorías literarias y artísticas en general no sirven para nada. Nacen del aburrimiento o de la incontingencia conceptual del teórico de turno. Miento: a veces sirven para justificar el valor de determinadas obras. Me refiero a aquellas obras que, sin un aparato conceptual que las sustente, que las explique y las ubique en un contexto determinado (es decir, que las justifique), se quedan en nada, en mera gilipollez o tomadura de pelo. Hablo de las obras que no resisten una “mirada desnuda”, desprejuiciada, despojada de ropajes teóricos.

El afán analítico en el mundo del arte es un virus mortal.
Evidentemente, formo parte del virus.