sábado, 30 de octubre de 2010

Tres libros abandonados: “La niña verde”, “De un castillo a otro” y “Mortal y rosa”


En una crítica leída en el suplemento literario del Diario de Mallorca, se hablaba de La niña verde, de Herbert Read, como de obra maestra secreta. Nada nos pone más cachondos que las obras maestras secretas, de ahí que el librito, con prólogo de Graham Greene y epílogo de Kenneth Rexroth, acabara en el montón de obras pendientes de lectura. Hasta aquí lo más excitante. Una vez iniciado el relato, todo se vino abajo. Como cuando te pasas la noche hablando con una mujer, imaginándotela desnuda, jadeando en tu oreja, y luego, a la hora de la vedad, no resulta. Y eso que el primer capítulo promete. Pero el largo segundo capítulo, es decir, el grueso de la novela, a duras penas alcanza para ser catalogado de literatura. El arranque o, lo que es lo mismo, la niña verde del relato, no es más que mera excusa para que el protagonista nos cuente sus andanzas por Sudamérica, andanzas narradas con la gracia de un informe comercial. Aguanté hasta la página 68.

De Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline, recordaba la sensación de asomarse al vacío, el retorcimiento del lenguaje como consecuencia lógica del retorcimiento de los personajes y de las circunstancias históricas. Recordaba haber subrayado pasajes enteros, frases que resplandecían como el filo de una navaja (perdón por el tópico) que se blande a ciegas, por temor a ser atacado. Esto no son más que algunos ejemplos: “Traicionar, se dice pronto. Pero es que hay que aprovechar la ocasión. Es como abrir una ventana en una cárcel, traicionar. Todo el mundo lo desea, pero es raro que se consiga”. “Puesto que no somos sino recintos de tripas tibias y a medio pudrir, siempre tendremos dificultades con el sentimiento. Enamorarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil. La basura, en cambio, no pretende durar ni crecer. En ese sentido, somos mucho más desgraciados que la mierda, ese empeño de perseverar en nuestro estado constituye la increíble tortura”. “Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma”. Etc. Toda aquella crudeza hizo que colocara aquel libro en uno de los altares literarios que tengo por casa. Hace poco decidí que era el momento de leer otra novela de Céline. En un anaquel de mi librería habitual encontré un ejemplar de De un castillo a otro y no me lo pensé. Nunca había visto tantos puntos suspensivos en un libro, ¡y con lo poco que me gustan! El libro no es más que una enorme pataleta, un intento por poner las cosas en su sitio, fruto de la rabia y el rencor, es decir, de la derrota absoluta. Es cierto que la rabia y el rencor pueden ser buenos aliados a la hora de escribir una gran obra, pero éste no es el caso. La narración está saturada de sobreentendidos que, años después de su escritura, caen en el vacío absoluto, dejando huérfana la historia, sin la gracia que tal vez tuvo en su momento. Al enésimo punto suspensivo dije basta y ahí se quedó.

Un amigo con cuyas opiniones suelo coincidir recomendó la lectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral. Su recomendación fue lo suficientemente apasionada como para que me decidiera a sacar el libro de la biblioteca, pese a que jamás me gustaron los artículos que Umbral escribía en la última página de El Mundo. Hay que decir que las tres o cuatro primeras páginas son lo suficientemente buenas como para acomodarse en el sillón y predisponerse a pasarlo en grande. Pero la cosa no pasó de ahí. Uno pronto se acaba aburriendo de esa prosa empalagosa y algo rancia. No tardé en devolverlo a la biblioteca. Seguro que otros saben apreciar el tesoro que yo confundí con barro.