Mientras me corta el pelo, Vicens, mi peluquero habitual, me cuenta que la otra noche vio un documental sobre la obsolescencia programada. Una posible conclusión que ofrece este trabajo sería la de que el homo-consumidor no es fruto de una evolución natural, sino víctima de una estrategia financiera a gran escala. En efecto, sólo dejo que me toquen la cabeza personas de un nivel cultural medio alto. El tema es que se siente impotente e indignado. Habla de la necesidad de una rebelión ciudadana. El problema, dice, es que tenemos hijos y no podemos permitirnos según qué. Se me ocurre que nosotros, los seres humanos, también somos un producto programado para no durar. Culpar a Dios o a la Naturaleza es una cuestión política o de estado de ánimo. De esta obsolescencia surge la melancolía, esta suerte de enfermedad necesaria. Dostoyevski (me estoy poniendo estupendo) decía que el hombre nunca renunciará al sufrimiento, es decir, a la destrucción y el caos. Aseguraba que el sufrimiento es la única causa agente de la conciencia. Estoy a punto de comentárselo, pero finalmente me abstengo. Demasiada digresión. Además, las tijeras que sostiene en su mano ejercen un efecto disuasorio. Filosofía de tocador, hablar del destino o el azar como quien habla de Messi o Ronaldo, entretener los minutos que el corte de pelo exige. Todo el arte nace de esta obsolescencia inherente a nuestra condición. Lo duradero, lo definitivo, son una obscenidad. Como dice Odo Marquard, el ser humano no es la especie del triunfo definitivo, sino la especie de una prolongada derrota, que tiene el deber de soportar. Compensamos nuestras carencias con pajas mentales de altura. Y todo esto por 15 euros. No está mal.
ULTIMA HORA, 25/01/11