viernes, 25 de febrero de 2011

La extraña historia del hombre que amaba los pisos piloto (5)


La escena de desarrolló siguiendo los parámetros de las peores películas porno, es decir, de las mejores, otro de los vicios o más bien inclinaciones que tuve que dejar. Ya en la cocina, no podía disimular mi erección. Nunca he conseguido erecciones espontáneas tan potentes como cuando he visitado pisos piloto. A la construcción en sí (pero no es sólo la construcción, es también o sobre todo el ambiente de artificiosidad, de parque temático, de proyección al margen de nuestra realidad cotidiana) había que añadirle el bamboleo de las caderas de Yoko. Me precedía con naturalidad, con ese fastidio mal disimulado (en realidad no se quiere disimular) de los que trabajan cara al público en el próspero (al menos por aquellos días) mundo de la construcción. Su expresión a mitad de camino entre el cansancio y la profesionalidad no hacía prever el desenlace violento de aquella escena. De una manera totalmente robótica, Yoko enumeraba las grandes ventajas de las reducidas dimensiones de aquella cocina. Todo a mano, fácil de limpiar, eminentemente práctico. Siempre he pensado que con las cosas eminentemente prácticas se construyen los más sofisticados infiernos. De hecho, estoy convencido de que el auge de la practicidad que vivimos hoy en día no es más que una de las múltiples caras del declive de nuestra civilización. El pragmatismo llega con la madurez y tras la madurez está la muerte. Por el contrario, el idealismo es sinónimo de juventud (de imbecilidad también, pero aquí no es el tema), ya sea a escala individual o social, y ya se sabe que los rasgos definitorios de la juventud son el vigor y el entusiasmo (también la imbecilidad, pero sigue sin ser el tema). En fin, que allí estábamos Yoko y yo, en la cocina, contemplando el extractor de humos o la encimera, tal vez admirando la magnífica luz que entraba por la pequeña ventana que oxigenaba aquel especio minúsculo, cuando noté que sus ojos se posaban sobre mi paquete.
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