En poesía, especialmente en la llamada confesional o reflexiva, aunque es algo que se extiende a todo el espectro poético, escritor, narrador (en este caso poeta) y protagonista suelen coincidir, llevando al lector a equívocos que no se producen, o no con tanta frecuencia, en la novela o narración breve. Así, el poeta se acaba convirtiendo en un experto de la justificación o explicación, sobre todo si tiene pareja o padres que lo lean, tarea agotadora y la mayoría de las veces inútil. Como expone Patricio Pron en su artículo Yo es otro, todo el arte después de Marcel Duchamp es una declaración de principios al tiempo que una puesta en escena, un ejemplo específico, de esos mismos principios. Esto llevaría a la obligatoriedad de explicar y defender una poética determinada, de ser consecuente con esa misma poética. Yo, que siempre he recelado de las poéticas, que siempre las he visto como algo limitador, lugar idóneo para que el poeta haga el ridículo de una manera espantosa, me autoexijo la necesidad de elaborar una, aun a riesgo de limitarme y de hacer el ridículo y sabiendo que este camino sólo ofrece dos posibles salidas: el tópico o la memez. Procedamos, pues. Concibo el poema como lugar idóneo donde experimentar sin restricciones, con afán estético, con el yo biográfico (experiencias, sentimientos) y el lenguaje, entendiendo que experimentar con el lenguaje tiene que ver más con la exploración de diversos estilos que con el juego, tantas veces banal, de las palabras. Dicho esto, comprendo que todos tenemos nuestra poética y que ninguna es mejor que otra. A mí me vale ésta (por genérica), al menos esta noche. Si te apetece, te buscas una y la defiendes de los comentaristas acechantes, es decir, los otros poetas. Otro martes seguimos.
ULTIMA HORA, 29/03/11