Nos fuimos conociendo poco a poco, en los lapsos que las obligaciones laborales, el sexo y las horas de sueño nos dejaban. Yoko apenas hablaba pero, cuando lo hacía, el mundo entero se ponía a temblar. Desde el primer momento, con su diatriba contra los pisos piloto, supe que por sus venas corría un tanto por ciento muy elevado de veneno, pero no me importó, era un hombre enamorado. De todos modos, pocas veces estallaba. En realidad, sentía bastante indiferencia por casi todas las cosas del mundo o al menos es lo que yo pensaba. Salvo por sus gemidos y el sonido del televisor, la casa parecía un lugar de meditación o desintoxicación, un pequeño refugio Zen en mitad de la ciudad y sus obligaciones. Este silencio (que nunca nos abandonó) dotaba a su imagen de un aura misteriosa, lo que contribuyó a que el deseo se estirara hasta cotas que ahora mismo pienso inalcanzables. Es tan fácil confundir vacío y profundidad. La posmodernidad nos ha regalado muchos ejemplos. Quería desvelar el misterio, quería poseer un motivo para amarla más allá de su cuerpo y su mutismo. Pobre imbécil. Algunas veces se apiadaba de mí (si bien ahora, desde este sótano, soy consciente de que no se trataba de piedad, sino de maldad o aburrimiento) y decidía responder a mis preguntas. Ansiaba un trauma durante la niñez, tal vez algo relacionado con la lucidez alcanzada, no sé, con una suerte de filosofía oriental inasumible (incomprensible) para un tipo radicalmente occidental como yo. Pero no, simplemente estaba cansada, el trabajo la obligaba a hablar demasiado, la cuota de palabras diarias que su organismo le exigía quedaba más que cubierta durante sus horas laborales, reservando para mí el sexo y la contemplación en silencio del televisor. Poco a poco, la vida fue tornándose irreal. A veces, para verificar que aquello no era un sueño, alargaba el brazo y con la mano palpaba la pantalla del televisor. Siempre que hacía eso, temía que mi mano atravesara una superficie fría y líquida.
.
.