Me acostumbré a la sopa de tapioca (no hubo semana que no tomáramos sopa de tapioca, supongo que por su carácter energético, dado el desgaste físico de aquellas maratones sexuales) y a los concursos de la tele. Después de toda una tarde practicando sexo, uno se acostumbra a cualquier cosa. Bendita raza humana. Pero no tengo por qué ser tan despreciativo. ¿Acaso me creo un intelectual? Los disfrutaba, los disfrutaba mucho. Me refiero a los concursos, evidentemente, pero también a la sopa de tapioca. De ser un escritor a la última, iniciaría una escrupulosa relación de los concursos televisivos de aquellos años, pero no voy a hacerlo. Básicamente porque me da pereza. Y porque mi memoria no es tan buena como pensaba y querría. Supongo que la culpable es esa mujer que me ha dado por llamar Yoko pero que, en realidad, no se llama Yoko. Me hizo polvo la cabeza. Antes tenía una gran memoria y, como suele decirse, un cerebro bien estructurado. Mis relatos (para mi desgracia, desde mi más tierna infancia me dio por escribir) eran ordenados, coherentes, y siempre encerraban o pretendían encerrar una moraleja. Mi madre estaba convencida de que acabaría escribiendo editoriales o artículos de opinión en algún periódico de prestigio a nivel nacional. Mi padre, por el contrario, pensaba que nunca llegaría a nada o, lo que viene a ser lo mismo, que sólo podría aspirar a escribir editoriales o artículos de opinión en algún periódico cutre de provincias. Acertaste, papi, diste en el blanco. Soy un empleado gris de una gris caja rural en proceso interminable de descomposición al que, de vez en cuando, le publican un articulillo con un máximo de 1.700 caracteres. Por esto debo darme prisa, teclear como un loco, sin estrategia. A estas alturas no importa que se me noten las mentiras.