Ella duerme en la otra habitación. Sé su nombre, que pronto nos olvidaremos, que cada uno lo interpretará de forma diferente. La brisa mueve las cortinas, hace habitable la lentitud de esta tarde de finales de junio. No parece que España se esté desintegrando por una ola de calor africano. Hemos bebido vino blanco mientras veíamos las noticias de las tres. Hemos seguido con atención las recomendaciones que ya nos sabemos de memoria: protegerse del sol, hidratarse, no sucumbir al delirio de los cuerpos desnudos. Hemos hablado de Grecia sin mencionar a Platón, hemos hablado del País Vasco desde la incomprensión y el recelo, de la absoluta necesidad de mucha pasta para poder vivir como queremos. Viajando en yates de mil metros de eslora, en jets privados con azafatas eslavas de sonrisas y gestos sugerentes, hospedándonos en villas señoriales junto a lagos privados más grandes que Mallorca. Después hemos hecho el amor. Cosas del verano. Ahora ella descansa y yo tecleo a la vez que empiezo a sentir la necesidad de más vino, de amnesia selectiva, de cambiar de nombre y de personalidad y de encerrarme en la suite de un hotel de centenares de estrellas con la modelo rusa Sasha Pivovarova. Le hablaría de los tristes poetas españoles. De sus luchas cutres, de sus poemas voluntariosos, de su nula repercusión. Ella se espantaría y saldría corriendo y yo podría emborracharme en calzoncillos mientra escucho a Tonino Carotone cantar eso de Me cago en el amor. No se me ocurre nada mejor. Cosas del verano.
ULTIMA HORA, 28/06/11