Leo Alma, de Javier Moreno. A ratos me recuerda al Georges Perec de Je me souviens; a ratos, al Samuel Beckett de Malone muere. También se me hace inevitable pensar en Agustín Fernández Mallo o en Pola Oloixarac. Siempre me atrajo esa manera de proponer historias sin tratar de disimular su carácter de artefacto literario, de “work in progress”, es decir, de invención. Son historias, por un lado, esquemáticas; por otro, repletas de pequeños detalles. Me gusta la manera en que se combinan “la parte inventada” (los personajes María y Eduardo) y “la parte supuestamente real” en que el narrador Javier Moreno habla de sí mismo, de sus recuerdos, de sus gustos y manías, etc., sin más afán que el acumulativo. Una acumulación que acaba por perpetrar un autorretrato del narrador, un autorretrato hecho de multitud de píxeles, siendo cada píxel un recuerdo concreto, una afirmación, una sensación determinada, una porción (con perdón) de su alma. De un tiempo a esta parte, el autorretrato se ha sit uado en la cúspide de la creación artística. Dicen que el camino lo inició Michel de Montaigne. Ya no hay nada al margen del yo. Vivimos el declive de las teorías generalistas. Ya no nos las creemos. Es el triunfo del capitalismo. No hay ideología, solo una radical subjetividad. La conciencia que tenemos de nuestro estar solos a la intemperie, sin el amparo que otorga la pertenencia a un grupo, es brutal, de ahí que nos aferremos desesperadamente a lo único que podemos considerar nuestro: ese puzzle o laberinto llamado “yo”.
ULTIMA HORA, 12/07/11