El 21 de julio del año 2009 publiqué un artículo que un lector ofendido calificó de rabieta y lloriqueo. Estaba en lo cierto en un 50%: era una rabieta, no un lloriqueo. Que la escritura, en ocasiones, sirve para desalojar mierda interior, para desahogarse, no es ningún secreto. Después, claro, toca apechugar con las reacciones que tu escrito provoca, si es que provoca alguna. Muchos han sacado réditos de esta actitud provocativa (ha de haber algo más a parte de la provocación; ella sola, por sí misma, no basta), de este exagerar o meter a todos en un mismo saco para así garantizarse las benditas descalificaciones. [Tampoco es ningún secreto que jugar a provocar es una estrategia de marketing. Vendría que ni pintado citar a Oscar Wilde, pero vamos a comportarnos como adultos, al menos en este párrafo]. Debo decir, por lo que a mí respecta, que no había ninguna intención promocional o de búsqueda de notoriedad (sonrío mientras escribo esto… notoriedad… soy algo imbécil e ingenuo, ¡pero no tanto!) cuando escribí el artículo. Tengo claro que exageré, pero es que siempre he considerado la exageración un recurso literario como otro cualquiera. Incluso en mis peores artículos (y los hay de muy malos) tengo en mente la idea de estar haciendo literatura, no periodismo de opinión (si bien a veces expreso opiniones), y en literatura la opinión que tengas sobre algo es un asunto secundario [1].
Dicho esto, debo decir que:
Sigo sin soportar los poemas con retórica decimonónica. Sorprendentemente, todavía los hay.
Los poemas sin un pálpito de vida, que se quedan en lo conceptual, me suelen provocar bostezos.
Los poemas sustentados en la mera ingeniosidad u ocurrencia tienen para mí la categoría de chiste y son poquísimos los chistes que admiten relectura. (Hay dignísimas excepciones).
Si el poema es malo, ya puedes untarte el cuerpo de brillantina o recitar desnudo, que el poema seguirá siendo malo. Recitarlo a los gritos tampoco lo hace mejor.
[1] Que seas de derechas o de izquierdas, del Barça o del Madrid, ateo o creyente, es lo de menos, a quién puede importar. Lo importante, en términos literarios, es cómo expreses lo que quieres decir. Por eso se puede disfrutar de Sartre siendo de derechas, o de Céline siendo de izquierdas. Por eso un ateo puede pasar buenos momentos leyendo a Bobin, del mismo modo que un creyente puede entrar en éxtasis leyendo a Borges. La literatura exige de un relativismo que la moral, y ahí estoy con el Papa, no puede permitirse. Por eso cabe concluir que la literatura, en terminología catecúmena, es esencialmente demoníaca y que los escritores de verdad y los buenos lectores arderán en el infierno.