miércoles, 21 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [11]

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mientras Alberto Sancevá se prepara para acudir a su cita con Jaime Castell (la inclusión de Nuria Tamena y Jaime Castell complica la trama), Pedro Capllonch anda meditando sobre su reciente encuentro con Cecilia Polsen. Releo el diálogo que han mantenido en la mesa exterior del Café Món. ¿Diálogo? Más bien se trata de un monólogo por parte del septuagenario. Al releer aquel fragmento, no he podido dejar de pensar en Juan Carlos Onetti. Su influencia a la hora de dibujar a este personaje, incluso a la hora de narrar el encuentro con la polaca, me parecen evidentes. Las frases de Capllonch caen en una ambigüedad muy onettiana. Son, de algún modo, frases poéticas. ¿Pretendidamente poéticas? Ocurre, sin embargo, que en bastantes ocasiones este tipo de evidencias no se ven refrendadas por la opinión de los lectores. El exceso de cercanía puede nublar nuestro juicio. No importa. Aquí podríamos iniciar una digresión sobre los juicios ajenos y los propios. ¿Cuáles son más fiables? Multitud de posibilidades se abren. En buena medida, dependerá de la inteligencia y sensibilidad (de la experiencia lectora, pues la inteligencia y sensibilidad no son suficientes, o no suelen serlo) de ese otro susceptible de emitir un juicio sobre lo que escribimos. En todo caso, la última palabra la tiene el que escribe, el explorador de la existencia. Pero, a la hora de señalar influencias, cercanías, aires de familia, ¿es así? No sé si viene a cuento, pero me acabo de acordar de algo que escribió Ezra Pound. «No prestes atención a la crítica de hombres que jamás escribieron una obra notable». Perfecto. No estoy de acuerdo, pero me gusta esta arrogancia. Además, no hablaba de emitir juicios críticos, sino de señalar influencias. Bien, doy por finalizada esta digresión. Sigamos de cerca al señor Capllonch…
Ya en casa, Pedro Capllonch ordena sus papeles, los restos de memoria que gravitan por el cuarto, el material difuso y vasto con el que tendrá que bregar. Los cuadernos, las postales nunca enviadas, las pocas fotografías que conserva, frases e imágenes supervivientes, cansadas, repetidas. Por un momento, imagina a su lado el cuerpo de Cecilia Polsen, una Cecilia Polsen apocada, expectante, perfectamente irreal. Su presencia servirá, esta es la excusa, para canalizar ese mundo de fantasmas y errores que está dispuesto a revivir. No deja de tener su gracia el hecho de hacer pasar a una prostituta por médium. En lugar de convocar la vida, es decir, la juventud y el sexo, servirá para traer al presente las voces del pasado, es decir, las voces de los muertos.
Ahora se encuentra en la terraza. La brisa propaga un latido confuso de vida en la distancia, el sinsentido de formar parte de ese latido, una idea de inutilidad más acentuada de lo que suele ser habitual. Contempla la piscina iluminada. Su azul eléctrico le invita a explorar un pedazo arrasado de su juventud, antes de la huida; antes, incluso, del nacimiento de aquella asfixia que nunca después lo abandonó. Se llamaba Mercedes. Tenía el pelo negro y largo, los ojos separados y tristes, la boca recta y fina, apenas sensual. Una terraza, una copa de vino barato, ese no saber cómo actuar que precede al primer beso. Una imagen entrevista en un parpadeo, el tiempo de llevarse la copa a los labios. De nuevo, la piscina actual, inútil durante el día, y la noche, con su carga de veneno y confusión. Una idea imprecisa revolotea frente a él. Pensar que todo lo vivido no era más que una excusa para inventar este momento, para dotarlo de un sentido que irremediablemente se le escapa. Pedro Capllonch intenta regresar al cuerpo apenas formado de Mercedes, a aquellos ojos separados y tristes que lo miraban desde una terraza con piscina. «La primera mujer merecedora de nostalgia», le dirá a Cecilia Polsen unos días después. «Las experiencias infantiles y de primera adolescencia han desaparecido. La gente tiende a mitificar ese tiempo por su inexistencia, tal vez por la influencia perniciosa de las películas y la mala literatura. Si fuese un filósofo trascendental, uno de esos charlatanes de barra con tinieblas y verborrea, hablaría de la sed de vacío, pero soy demasiado viejo para perder mi tiempo en esas tonterías. Usted está aquí y me escucha o finge escucharme mientras hablo. Pese al aire apocalíptico, celebramos la vida, quizá de una manera equivocada, pero estamos lejos de ese vacío que en realidad no es otra cosa que una construcción verbal. Quizá todo sea una construcción verbal, es cierto, pero no importa, no ahora… Le hablaba de Mercedes, de aquella noche en la terraza, junto a una piscina… Creo no mentir si digo que allí empezó todo. Cuando digo todo, me refiero a esa cosa que fue invadiendo mi cuerpo sin que fuese consciente, ese veneno o lucidez, esa desesperación apenas perceptible, al menos al principio. Recuerdo que, antes de besarla, pensé: todo esto morirá. Una idea poco original, lo sé, pero, en aquellos momentos, eso que todos hemos pensado alguna vez, ese estercolero tan concurrido, sacudió mi mundo, mi concepción de la vida, por ponerle un nombre a una cosa que nunca antes me había planteado y que siempre se escabulle cuando alguien la intenta explicar con un mínimo de inteligencia. En ese preciso momento vislumbré la inutilidad de todo, el ridículo de cualquiera de nuestros actos. Fue un relámpago, nada más. Después nos besamos y no volví a pensar en aquel asunto hasta bastante tiempo después, me resulta imposible precisar fechas. Se lo advierto: esto no va a ser un relato ordenado, ni siquiera coherente. De todos modos, no voy a exigirle un resumen de todo lo que diga. Puede estar tranquila. Lo único que preciso de usted es su presencia, la forma de su cara, esta manera que tiene de mirarme. Y que me deje prender su cigarro cada vez que se le antoje fumar».
La memoria omite el reencuentro tantos lustros después, en el aeropuerto de São Paulo, el milagro del reconocimiento mutuo, la tentación de desviar la mirada hacia la excusa de un escaparate, tal vez el título de un best seller, una corbata de colores cariocas, cualquiera de esas acciones desesperadas con que intentamos evitar el desencuentro, la evidencia feroz de los estragos del tiempo, la incomodidad de haber compartido un pedazo, aunque mínimo, de biografía. Aquellos ojos navegando sin rumbo por una cara hinchada, roja por el sol y un exceso de cócteles; la papada, la forma no recordada del cráneo, similar a la de los que padecen el síndrome de Down; los dientes renegridos, astillados; la deriva de unas formas que murieron antes de alcanzar su plenitud. Un nombre entre interrogantes, un arqueo de cejas, la máscara de la sorpresa ocultando esa otra máscara, la del horror. Frases estúpidas que llevan a compartir un café servido en tazas de plástico. Esos intentos de resumir lo que es evidente o carece de importancia: historietas sentimentales, hijos, negocios, vacaciones; el fracaso o la inutilidad de tanto ajetreo; la necesidad apenas disimulada de agregarle algo de aventura a la vida, a lo que quedó en pie. Por fortuna, ella se iba, regresaba a España. Pedro Capllonch la vio alejarse con alivio y tristeza. El cuerpo de Mercedes (para siempre sin apellido) bamboleándose hacia la cola de facturación era una prueba innecesaria, redundante, de aquella premonición o certeza, de aquella frase estúpida y obvia que había inaugurado la fatalidad en su vida.

(13:44)
Esta relación entre Pedro Capllonch y Cecilia Polsen, ¿podría ser calificada como de recreación de aquella otra, sin duda más jugosa, entre Hans Castorp y Settembreni? ¿Se va a erigir Pedro Capllonch en una suerte de instructor vital para la joven Cecilia? ¿Es posible la inocencia, inherente al alumno, en una prostituta? ¿Llegará a sentir verdadero interés por las historias que le cuenta el viejo? ¿En qué manera influirán en ella? ¿Resulta creíble esta situación?
Lo creíble, en literatura, tiene que ver principalmente con el manejo de las palabras.