viernes, 23 de diciembre de 2011
He puesto el despertador a las siete y media. Esto sí que es vicio. Los primeros síntomas del mono empezaban a hacerse evidentes. Tanto mis padres como Floriane duermen. Este silencio me reconforta. Tengo un margen de dos horas, tal vez algo más. Perfecto. Me dejo de preámbulos. Ya tenemos a Alberto Sancevá con Jaime Castell en el Txacoli. ¿Será el Jaime Castell de mi primera novela? De serlo, podría aprovecharle para reflexionar sobre este mutismo poético o, lo que más me desconcierta, sobre esta ausencia de necesidad. Veremos. Ahora no es el momento. Tenemos a los dos amigos en el restaurante. Sancevá está a punto de exponer su teoría sobre las dos clases de escritores que, en su opinión, existen.
- Mira –dice Alberto Sancevá–, la especialización hace que, a grandes rasgos y con las miles de excepciones que puedas y quieras arrojarme a la cara, haya dos tipos de escritores y, por lo tanto, dos tipos de novelas: las escritas para otros escritores o aspirantes a serlo, ya me entiendes, y las escritas para un público más genérico, menos crítico o analítico, que sólo busca en la literatura un mero entretenimiento.
- ¿Te metes en el terreno embarrado de los meros entretenimientos? –sonríe Jaime Castell, la malicia asomándole a los ojos, el dedo impaciente sobre el gatillo de la réplica.
- Touchée –se defiende Alberto Sancevá–, te aclaro el punto. Atiende. Los lectores habituales de las novelas escritas para otros escritores también buscan entretenerse, faltaría más, pero no sólo buscan entretenerse.
- No me convences. Tendrás que esforzarte más.
- Digamos que su noción de entretenimiento no coincide con la noción de entretenimiento más extendida entre el público en general. En fin, estoy hablando de la novela como obra de arte.
- Ilustre usted, señor analítico. Póngame ejemplos. Abandonemos el terreno de las especulaciones abstractas, tan de su agrado.
Alberto Sancevá apoya la espalda contra el respaldo de la silla, agarra su copa llena de vino, la eleva y contempla a contraluz, como buscando una respuesta.
- ¿Quieres ejemplos? –dice después de dar un sorbo y devolver la copa a la mesa–, te daré ejemplos. Una novela del llamado primer tipo podría ser El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas; una del segundo, La catedral del Mar, de Ildefonso Falcones, por ceñirnos a escritores vivos de una misma ciudad.
- Qué afán cientificista, me conmueve. Pero, para que sea ciencia, no basta con disfrazarlo de tal. Leí, como tú, a Steiner. Ya discutimos en su día sobre Marx y Freud. No viene a cuento, lo sé, pero casi. Y digo esto por mucho que se enfade el señor Zizeck.
- Deja de beber y atiende.
- Atiendo, pero no dejo de beber –sonríe Jaime Castell, ostensiblemente divertido a causa de la conversación y el vino. Además –continúa–, me da que te adentras en otro terreno embarrado: el de los best seller.
- Lo siento, Jaime, pero debo decirte que has perdido tu finura habitual. Empiezas a desbarrar.
- Argumenta.
- Te aclaro: el número de ventas de la novela en cuestión no resulta relevante a la hora de catalogarla de una u otra manera. Parece mentira que caigas en este error. Es de párvulos.
- No te aceleres –protesta Jaime Castell–, yo no caí en nada. Yo sólo te advertí, por si acaso.
- De acuerdo –concede Alberto Sancevá–, agradezco la advertencia. Pero deja que continúe. Una novela puede ser escrita para un público masivo, por su poca autoexigencia o adecuación a la moda imperante, por su previsibilidad o linealidad, etc., no te enquistes en este punto, y resultar un desastre de ventas. Y al contrario: una de esas novelas escritas para otros escritores, ejercientes o potenciales, una novela que aspira a ser obra de arte, puede resultar un éxito apabullante de ventas y, antes de que me exijas ejemplos, te los doy: Paul Auster, Cormac McCarthy, Roberto Bolaño…
- Obvio, mi querido Watson.
- Tú introdujiste el factor éxito de ventas, te lo recuerdo.
- Deberías revisar esa teoría tuya. Evidencia fisuras, pero mi capacidad argumentativa no se encuentra en su mejor momento. Además, mencionar al bueno de Paul…
- ¿Te rindes? –pregunta Alberto Sancevá con las manos entrecruzadas detrás la nuca.
- No hay nada más elegante que rendirse por pereza, ¿no te parece? De todos modos, para concluir esto, debo decirte que esta teoría, como casi cualquier teoría, puede ser refutada sin ningún problema. Con menos vino y cansancio en el cuerpo te lo demostraba. Las teorías sobre estética y demás perversiones nacen del aburrimiento o las ganas de polemizar. Son puro juego, y hoy no…
- ¿Improvisaste el aforismo?
- Sí. Te lo regalo. Por cierto, ¿qué tal con Nuria?