domingo, 18 de diciembre de 2011
Salí a comer, pero de nuevo me hallo en mi particular Berghof. En efecto, la casa de mis padres se ha convertido en una especie de sanatorio en el que no me falta de nada, donde el tiempo trascurre de forma diferente a como lo hace allí fuera. Mi pierna escayolada, en la tuberculosis que me retiene aquí arriba (un quinto, para ser exactos). Esta dolencia hace que el mundo se divida en dos: el mundo interior o mundo de arriba y el mundo exterior, al que accedo cuando algún amigo compasivo me saca a pasear. ¿Conoceré a mi particular Clawdia Chauchat? Se me ocurre que la única manera sería a través de mi blog o Facebook. A esto hemos llegado.
lunes, 19 de diciembre de 2011
La sabiduría de la novela es la sabiduría de la incertidumbre en cuanto que no aporta respuestas y plantea preguntas cruciales. Esta es la conclusión a la que llega Kundera en la primera parte de El arte de la novela. En la segunda, titulada “Diálogo sobre el arte de la novela”, el escritor checo afirma que el novelista no es ni un historiador ni un profeta, sino un explorador de la existencia. Ya tenemos dos elementos fundamentales: la sabiduría de la incertidumbre y la exploración de la existencia. ¿De la humanidad? Sólo secundariamente. Se trata de la exploración del enigma del yo. «En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, uno se enfrenta automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el yo? ¿Mediante qué puede aprehenderse el yo?». Todo el diálogo de esta segunda parte se centra en el modo en que, a lo largo de la breve historia de la novela, los distintos escritores han pretendido apresar el yo. Creo que podemos afirmar que desde Kafka no ha habido cambios significativos. ¿Y qué es lo más importante en Kafka, según Kundera? Que planteó la cuestión fundamental de su tiempo, una cuestión todavía vigente: «¿cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?». El mundo se estrecha cada vez más. Vivimos en la dictadura del control y lo específico. Ya no hay verdadera posibilidad de huida, de empezar de cero, de desaparecer. Tal vez, a estas al turas, el Mundo no sea más que un enorme Castillo gobernado por entes escurridizos. Bien. Después de toda esta perorata, me da por pensar que las disquisiciones teóricas no son lo mío. Lo mío (quiero creer) es inventar historias. Ahí están los personajes inventados: Alberto Sancevá, Pedro Capllonch y Cecilia Polsen. La incertidumbre en la que me encuentro respecto a ellos, ¿afectará al trazo con que los dibuje? Un personaje es la manera de explorar una posible existencia, diría Kundera. En esta exploración volcaremos parte de lo que somos, pero también hallaremos elementos no fundamentales o visibles de nuestro carácter, aspectos sobre los que nunca habíamos reflexionado. Y al querer profundizar en ellos, iremos descubriendo nuevos caminos, alumbraremos otras maneras de contemplar el mundo y a las personas que lo habitan. A la fuerza, hemos de volvernos más comprensivos, más tolerantes. ¡Basta! Todo esto no son más que excusas para no hablar de mí. La sequía poética, el fracaso sistemático de todas mis relaciones, he aquí la parte de mi yo que debo destripar. ¿Me servirá la novela que he empezado a escribir? ¿Cómo continúo? Vuelve la imagen del caballo tirado sobre el asfalto. Evidentemente, esta visión me pertenece, pero se la cedo a Alberto Sancevá. Ahora es suya. Ahí lo tenemos, conduciendo una Vespa igualita a la mía. Digamos que acaba de dejar el Café Món y se dirige a su casa. En la calle Manacor, cerca de la confluencia con Manuel Azaña, puede verse el ya mencionado caballo extendido sobre el asfalto. Se ha producido un accidente entre un coche y una calesa. El conductor de la calesa se encuentra arrodillado junto al animal. Se tapa la boca y la nariz con un pañuelo, como si estuviese a punto de vomitar, como si el caballo agonizante desprendiese un olor penetrante, repulsivo. El olor de la muerte agónica, piensa Alberto Sancevá al pasar con su Vespa junto al caballo herido. Tal vez sean imaginaciones suyas, pero por un momento cree que su mirada y la del caballo coinciden. Intuye que no hay nada que hacer y esto lo apena. Junto a la cabeza del caballo, un charco oscuro, de apariencia viscosa. No puede evitar que las ruedas de la moto atraviesen el charco. Un escalofrío recorre su espalda. Piensa: no tiene por qué ser una mala señal. No significa nada. Es posible, incluso, que el caballo no muera. De todos modos, ¿en qué tendría que afectarle la muerte del caballo? En menos de cinco minutos lo habré olvidado, se dice mientras se aleja del accidente dejando a su paso un leve reguero de sangre. ¿Un reguero de sangre? Se me antoja una imagen cargada de simbolismo. Según cómo se desarrollen los acontecimientos, podrá interpretarse de una u otra manera. No debo olvidar la imagen del caballo. Es lo suficientemente potente como para describirla y después olvidarse de ella. En un diario sería admisible, pero no en una novela. Si la introduces, será por algo, ¿no? ¿Qué rasgo del carácter de Alberto Sancevá he pretendido resaltar al narrar la escena del caballo herido? ¿Se ha tratado de un simple impulso? Y de ser un simple impulso inmotivado, ¿podré reconducir la situación para que encaje en el todo y no sea un simple elemento suelto, sin razón de ser? Veremos. Por lo pronto, me he propuesto no tomar notas. Supongo que todo este asunto tiene más de experimento que de novela. Lo dejo por hoy. Seguiré con la lectura de La montaña mágica. Vuelvo al sanatorio dentro del sanatorio.