martes, 26 de junio de 2012

La ventana

Estoy con mi hija en casa de mis padres. Es un quinto piso. A veces no es la casa de mis padres pero, en todo caso, se trata de un piso en altura. Invariablemente, hay una ventana abierta. Invariablemente, mi hija quiere ver la calle, lo que ocurre en el parque de enfrente. Es pequeña, mi hija. La llevo en brazos. Con su dedito señala la ventana. Tiene hambre de mundo, de luz exterior. Nos acercamos. Yo sujeto con fuerza a mi hija porque empiezo a intuir el peligro. Pese a las señales invisibles e inequívocas con que el desastre se anuncia, yo avanzo hacia la ventana. No quiero negarle el placer de la contemplación del mundo. Los sonidos de la ciudad llegan como de muy lejos, casi como de una realidad que nos es ajena, extraña. Mi corazón palpita con fuerza y lentitud. Nos asomamos. Ella ríe. Se la ve tan feliz. Entonces ocurre. Es como una flojera, un relajamiento imperdonable. Una fatalidad. Mi hija se me escurre de los brazos y cae y yo despierto sobresaltado, loco de angustia. Necesito bastantes minutos para recobrar la tranquilidad. En ocasiones no lo consigo hasta que amanece. Fue un sueño recurrente durante mis primeros años de paternidad. No había mes en que no me asaltara. Llegué a sentirme culpable. Incluso me compré unas pesas para reforzar la musculatura de mis brazos. Por fortuna, hace ya mucho que esta pesadilla no me tortura. Menos mal. Intuyo que debe tratarse de un sueño más o menos corriente en padres primerizos. Lo que es seguro es que habla de un temor muy común, tal vez inevitable. 

ULTIMA HORA, 26/06/12