Produce cierta melancolía,
una tristeza decadente -literaria sin duda-
como algunas canciones de entreguerras
o páginas perdidas de Drieu La Rochelle,
ver a un hombre solo, apartado y distante,
en la barra de un bar con decorado internacional.
En esa imprecisa edad, tan imprecisa como la luz del ambiente,
en que ya no es joven ni viejo todavía
pero lleva en sus ojos marcada su derrota
cuando con estudiado gesto enciende un cigarrillo.
Las muchas canas y las muchas camas,
un indudable estómago que la camisa inglesa apenas disimula,
el temblor, no demasiado visible, de su mano en un vaso,
son parte del naufragio, resaca de la vida.
Un hombre que espera ¿quién sabe qué?
y aspirando el humo, mira con declarada indiferencia
las botellas enfrente, los rostros que un espejo refleja,
todo con la especial irrealidad de una fotografía.
Y es aún, algo más triste, un hondo suspiro reprimido,
ver al fondo del vaso -caleidoscopio mágico-
que ese hombre eres tú irremediablemente.
No queda entonces sino una sonrisa: escéptica y lejana,
-aprendida muy pronto y útil años después-
de un largo trago acabar la bebida,
pagar la cuenta mientras pides un taxi
y decirte adiós con palabras banales.
una tristeza decadente -literaria sin duda-
como algunas canciones de entreguerras
o páginas perdidas de Drieu La Rochelle,
ver a un hombre solo, apartado y distante,
en la barra de un bar con decorado internacional.
En esa imprecisa edad, tan imprecisa como la luz del ambiente,
en que ya no es joven ni viejo todavía
pero lleva en sus ojos marcada su derrota
cuando con estudiado gesto enciende un cigarrillo.
Las muchas canas y las muchas camas,
un indudable estómago que la camisa inglesa apenas disimula,
el temblor, no demasiado visible, de su mano en un vaso,
son parte del naufragio, resaca de la vida.
Un hombre que espera ¿quién sabe qué?
y aspirando el humo, mira con declarada indiferencia
las botellas enfrente, los rostros que un espejo refleja,
todo con la especial irrealidad de una fotografía.
Y es aún, algo más triste, un hondo suspiro reprimido,
ver al fondo del vaso -caleidoscopio mágico-
que ese hombre eres tú irremediablemente.
No queda entonces sino una sonrisa: escéptica y lejana,
-aprendida muy pronto y útil años después-
de un largo trago acabar la bebida,
pagar la cuenta mientras pides un taxi
y decirte adiós con palabras banales.
De Antes que llegue la noche (1985)
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Escribo en el sofá naranja. Tengo el portátil sobre mi
regazo. Si giro la cabeza hacia la izquierda, puedo ver, ya que descorrí las
cortinas y abrí la puerta que da acceso a la terraza, una parte del edificio de
enfrente así como una parte del cielo. Esta parte del cielo se encuentra
moteada por unas nubes de apariencia estática, pero que en realidad se
desplazan, con ritmo cansino, de oeste a este, nubes cuya tonalidad va del gris
azulado al cobrizo muerte. Pero a quién importan estos detalles. Como
introducción es más que suficiente. Vayamos al poema.
Al ser este un país que ama las polarizaciones, podríamos
dividir a los poetas patrios en función de sus preferencias con respecto a los
Panero: los que prefieren a Leopoldo María y los que prefieren a Juan Luis. Yo,
si me viese obligado a tomar partido, me uniría al bando de estos últimos. De
todos modos, nunca me he llevado bien con las polarizaciones (si bien a veces
resultan inevitables). Me gustan los Beatles y los Rolling (unos más que otros),
la Pepsi y la Coca (una más que otra), Quique González y Nacho Vegas (uno más
que otro; además, esto es un guiño a un lector de este blog), Audrey Hepburn y
Sophia Loren (una más que otra), etc. Con esto quiero decir que, a fecha de
hoy, hay poemas de Leopoldo María Panero que me siguen pareciendo maravillosos.
Pero éste no es el tema que aquí nos ocupa. Centrémonos.
Siempre que hablo con alguien de Juan Luis Panero, o cuando
releo alguno de sus poemas, no puedo evitar que a mi mente acuda el nombre de
Juan Carlos Onetti. Las palabras que los unen, según los simples esquemas literarios
con que me manejo, son dos: decadencia y lucidez. Estas palabras de algún modo contienen
los parámetros en los que se mueven sus obras. Ambos autores (carraspeo y
sonrío) han sido muy importantes en mi formación literaria. Su huella es
fácilmente rastreable en mis libros, tanto en los de poesía como en las
novelas. No entremos en comparaciones odiosas, ni hagamos chistes fáciles. Es
sábado. Seamos benévolos.
¿Por qué “Un étranger”? Porque está disponible en la red, o sea, que me he evitado
tener que transcribirlo. Bromas (o no) aparte, creo que, además de ser magnífico,
se trata de un poema que refleja a la perfección eso que, según mi criterio,
une a Panero con Onetti: la decadencia y la lucidez. Está claro que podría e,
incluso, que debería extenderme más en este punto, explicarlo mejor, con más
detalle, poner algún ejemplo, pero prefiero evitar el ridículo y, ya de paso,
ahorrarme el trabajo.
Voy
terminando. Paso a hablar de novelas. Terminé 2012 leyendo Robar en American Apparel, de Tao Lin. Se trata de una
autoproclamada novela moderna. Es como Less
Than Zero pero con menos droga y, por razones obvias, más internet (risas).
Se lee fácil pero corre el riesgo de caer en el olvido con igual facilidad. Va
de un tío que no sabe qué hacer con su vida, que mantiene extraños diálogos con
amigos y conocidos, que come y bebe cosas igualmente extrañas y que aspira a escribir
una novela que de algún modo le saque del marasmo en que ha caído su existencia.
Los diálogos de la novela son de este estilo:
- No me gustan los condones.
- ¿Y qué puedo hacer?
- Nada.
- Lo siento.
- No te preocupes.
- Vale.
Como me gustan los contrastes, decidí (cuestión de azar) que
la primera novela del año fuera La
pesquisa, de Juan José Saer. Algo así como todo lo contrario a la propuesta
de Tao Lin. Denso, hondo, pausado, descriptivo. Según Piglia, el mejor escritor
argentino de su momento y uno de los mejores a nivel mundial. Una respuesta
(por seguir con los contrastes) en un diálogo entre los personajes de la novela
del argentino puede fácilmente abarcar medio libro. Todo lo que Tao Lin no te
cuenta (en sus diálogos, en sus descripciones) Saer lo hace de un modo más que
pormenorizado. Llegar a tal punto de concreción y no resultar aburrido, es más,
rozar o alcanzar a ratos la genialidad, puede ser catalogado (estoy hablando en
serio) de milagroso. ¿Volvemos a las polarizaciones?
Está de más decir que ambas propuestas son igual de válidas e
igual de necesarias. A veces uno necesita una cosa; a veces, todo lo contrario.
Para seguir con este vaivén literario, hoy he comprado y
empezado a leer Galápagos, de Kurt
Vonnegut. Voy por el capítulo siete. Va de una crisis mundial, del fin de la
humanidad. Vonnegut es un cachondo que se ríe (y sabe hacerlo) de todo y de todos. ¿Existe mejor forma o, para ser más exacto, forma más amena de ejercer la crítica? De momento me gusta. Trascribo (me sacudo la pereza) un fragmento:
Había todavía alimentos y combustible suficientes para todos los seres humanos del planeta, pero millones y millones de gentes empezaron entonces a morir de hambre. Los más sanos podían pasarse sin comer unos cuarenta días, y luego sobrevenía la muerte.
Y esta hambruna era sobre todo el producto de unos cerebros demasiados grandes, como la Novena Sinfonía de Beethoven.
Todo estaba en la cabeza de la gente. La gente sencillamente había cambiado de opinión acerca del valor del papel moneda, pero en la práctica era como si un meteoro del tamaño de Luxemburgo hubiera golpeado el planeta sacándolo fuera de órbita.
Suficiente. Ya es de noche. Ciao.