Ella pone
la radio a todo volumen cuando
intento escribir,
cuando
quiero dormir,
ella
baila en el piso de arriba.
Baja las
escaleras con fuerte zapateo,
sus hijos lloran,
sus perros ladran.
Todo el
santo día personas que tocan a mi
puerta y
por toda disculpa dicen: me equivoqué
de puerta.
Ahora
sube las escaleras corriendo, da un portazo
en su
cuarto y discute a los gritos.
Sus hijos ladran,
sus perros lloran.
Con ella
el vecindario es mucho más que una
riña de gallos en el techo,
mucho
peor que una explosión adentro de la
almohada.
Un día
respiré profundo, subí las escaleras,
me
atendió un hombre que estaba agonizando,
dije
tímidamente, me equivoqué de puerta,
mis hijos lloran,
mis perros ladran.
Ella
tiene la radio a todo volumen cuando intento
escribir,
cuando
quiero dormir,
ella
baila en el piso de arriba.
Hace años
que mi único deseo es cruzarme con ella
en la escalera,
y decirle
a la cara: ¡me voy!
Y
rociarla con nafta,
y apagar
mi cigarro en su vestido rojo.
De su libro Sordomuda
(1991)
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Sigo publicando poemas de otros. Me ha dado por ahí. Poco a poco
voy creando una antología de poemas que me gustan. Este es el único
criterio. No hay otro. Como si me estuviese despidiendo. Pero no, no hay
intencionalidad. Rastreo en mi librería, en mi memoria, en internet. Hay
algunos que por obvios descarto. Todos los que leemos poesía, todos los que en
algún momento fuimos aguijoneados por eso bicho hermoso y escurridizo llamado
poesía, pasamos, más tarde o más temprano, por esos apeaderos imprescindibles
para poder seguir, una vez descansados, más sabios o más enceguecidos, la
marcha. Estoy pensando en esos años de formación, que en poesía, como en cualquier disciplina importante,
humana, se estiran y prolongan hasta que la mente se reseca, adquiriendo la
forma de una esponja de mar lejos de su medio. Pero si bien es cierto que esos
años llamados de formación se estiran hasta prácticamente solapar los años de
vida meramente biológica, no es menos cierto que siempre existe una primera
toma de contacto, ese sacudón inicial tras el cual, mientras nos rascamos la
cabeza preguntándonos qué coño ha pasado, empezamos a vislumbrar un camino
luminoso que intuimos crucial, ineluctable… Estoy perdiendo el hilo. De pronto
he olvidado a qué conclusión quería llegar. Tal vez, me digo (una vez releído
lo escrito hasta ahora), sólo buscaba un modo de justificar la ausencia de,
cómo decirlo, grandes clásicos leídos en la etapa de formación primera comprendida
principalmente entre los 12 y los 16 años, etapa circunscrita a un lugar
llamado España –y es obvio que cada lugar tendrá sus propios hits poéticos
incrustados en planes de estudios más o menos ineficientes. Pienso en las
Coplas de Manrique, en el polvo enamorado de Quevedo, en el ay mísero de mí calderoniano, en el arpa (silenciosa y cubierta de polvo) becqueriana, en el tremebundo “Lo fatal” de Darío o en el patio sevillano que era la infancia de
don Antonio. Algo en aquellos versos nos convenció para no darle la espalda a
aquel mundo que titubeante, igual que una novia primeriza, se abría frente a
nosotros. Y así llegamos a los Billy Collins, Alejandra
Pizarnik, Tomas Tranströmer, Ben Clark, Charles Simic, Henri Cole, José Viñals,
Manuel Vilas, Roque Dalton, Nicanor Parra, Jorge Boccanera, Vicent Andrés Estellés,
Philip Larkin, Wisława Szymborska, José Watanabe, Joan Payeras, Jorge Teillier, Juan Luis
Panero, Cesare Pavese, Idea Vilariño, Bartomue Rosselló Pòrcel, Juan Gelman, José
Luis Piquero, Gladys González, Ernesto Frattarola, Lêdo Ivo, Josep Lluís Aguiló, Inma Luna, Juan Carlos Mestre, Anahí Maya, Joan
Margarit, Robert Lowell, Pedro Andreu, Antonin Artaud, Amalia Bautista, Raúl
Zurita, jorge m molinero, César Simón, la vecina de enfrente, etc. Y hago
hincapié en este etcétera. Resulta inabarcable.