Cara A |
Una tarde de té humeante y televisor encendido, Ángela de Bona me miró como si de pronto no pudiera reconocerme. Fueron segundos inacabables, uno de esos instantes en que el tiempo encalla y todo se resiente. Recuerdo un rayo de luz oblicuo atestado de motitas de polvo. Su baile lento y ensimismado no hacía presagiar nada bueno. Me acerqué a ella, le tendí la mano; seguía siendo yo, le explicaron mis ojos. Su expresión apenas cambió, aunque un brillo de reconocimiento aleteó en su rostro. Apreté su mano. Era cálida y huesuda. La ternura y el miedo se agolpaban en mi garganta y se me hacía difícil tragar saliva. Venció el recelo y habló. Dijo que había visto el final, un mundo negro, lleno de maldad, con gente terriblemente sola y desesperada. Apagué la tele y sustituí el apretón de manos por un abrazo prolongado. Le dije al oído que todo iría bien. Siempre es fácil recurrir a las frases hechas. Para algo están. Retuve su cabeza entre mis manos. Podía sentirla lejos. Pensé en una camada de perros recién paridos y abandonados en el bosque. Subí la calefacción y la obligué a tumbarse conmigo en el sofá. Vimos en silencio cómo moría el día, cómo empezaba a morirse nuestro amor. Aquella fue la primera de una serie de premoniciones.
*
El tiempo dedicado a la crueldad no es un tiempo malgastado. Llena estas horas, las dota de sentido. Me gusta pensar que estoy pagando. Por eso regreso. Siempre que lo hago se me afila la saliva, casi creo volver a sentir aquel temblor. Un amarillo que invade. Una promesa de clímax que nunca se materializa, pero que ronda felinamente. Por unos meses nos volvimos depredadores. La cercanía del final nos tenía desquiciados. Olfateábamos el aire, interpretábamos las huellas. En realidad, pienso que lo que nos movía a actuar de aquella forma eran las ganas de ser ajusticiados. Pero descubrimos el placer del terror en los ojos ajenos. Dimos el paso definitivo. Ya no había esperanza, tan solo gritos y escaramuzas. De noche en noche nos aliábamos unos pocos, cuestión de supervivencia. Al amanecer, nuevos cadáveres decoraban las farolas y los árboles de la ciudad. El proceso se aceleró. Nadie quería vivir en un mundo como aquel, nosotros los primeros. Lo que sucede es que unos prefieren despertar compasión y otros, en cambio, se decantan por lo contrario: por inspirar asco. Cuanto más asco, más te alejas. En fin, la vieja historia de víctimas y verdugos.