sábado, 1 de febrero de 2014

Charles Bukowski y Antonio Colinas: una extraña pareja

Me he levantado temprano y me he dirigido a la cocina. Mientras tomaba el café con leche, en mi dispositivo móvil sonaban, en orden aleatorio, Andrés Calamaro, Damien Rice, Led Zeppelin… Una vez en el cuarto del ordenador, me he puesto a leer poesía: Charles Bukowski y Antonio Colinas. Sí, ya sé: una mezcla rara. Digamos que estas combinaciones extrañas me estimulan. Cada uno me aporta cosas diferentes que en realidad no son tan diferentes. Más allá de criterios estéticos, está el modo en que manos distintas nos tocan el sentimiento o la inteligencia (o ambas cosas), logran meterle mano a ese barullo invisible –pero cierto– que el cúmulo de experiencias instaló en nosotros. Andamos con ese fardo y, a veces, una canción, un poema, un olor, lo revuelven todo o despiertan algo. Generalmente, dura pocos minutos. Se trata de nuestra dosis necesaria de daño y belleza. De nostalgia. Por lo demás (y con objeto de dejar atrás este conato de sentimentalismo peligroso), debo decir que hay poemas de Charles Bukowski que me parecen malos o tontos del mismo modo que hay poemas de Antonio Colinas que me parecen aburridos o pretenciosos… ¿Acaso no me pasa algo similar con algunas canciones de Andrés Calamaro, Damien Rice o Led Zeppelin? 

Para terminar y, ya de paso, cambiar la tendencia fúnebre de estos días, traigo aquí el poema de un poeta vivo: Antonio Colinas. Es el primero que leí esta mañana. Que tengan un buen sábado. 

GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO 
QUE LE OFRECE, EN BOHEMIA, EL CONDE DE WALDSTEIN

Escuchadme, Señor: tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme: he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor: de París a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor: aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.


De su libro Sepulcro en Tarquinia.