Todos tenemos nuestras manías, nuestros
prejuicios, nuestras limitaciones. Hoy hablaré brevemente de una manía, de un
prejuicio, de una limitación que, a fecha de hoy, no he logrado sacarme de
encima (y a estas alturas es posible que ya no lo consiga). Este escrúpulo apunta
hacia un tipo determinado de novelas. Estoy pensando en la típica novela
realista, larga, con tendencia al costumbrismo, que trata de atrapar y reflejar
el espíritu de la clase media –generalmente la norteamericana. Por supuesto,
hay excepciones y, por supuesto, hay sorpresas agradabilísimas. Hablo de lo que
suele atraerme como lector. Por ejemplo, no me tientan las novelas de Franzen y,
sin embargo, disfruté bastante del conjunto de ensayos, artículos,
conferencias, discursos, etc., reunidos bajo el título de Más afuera. Dejo aquí unos pocos extractos:
Intentar
amar a toda la humanidad puede ser una empresa loable, pero curiosamente se
centra en uno mismo, en el bienestar moral y espiritual de uno mismo. Mientras
que para amar a una persona concreta, e identificarse con sus esfuerzos y
alegrías como si fueran propios, uno tiene que renunciar a una parte de sí.
*
Si de
verdad amas la narrativa, descubrirás que las únicas páginas dignas de
conservarse son aquellas que te muestran tal como eres.
*
Hay un
sinfín de razones por las que uno no debería leer El hombre que amaba a
los niños. Para empezar, es una novela,
¿y acaso en los últimos dos o tres años no hemos llegado secretamente a una
especie de consenso general sobre que las novelas pertenecen a la era de los
periódicos y siguen el mismo camino que éstos, sólo que más deprisa? Como se
complace en decir un viejo amigo mío, profesor de Literatura Inglesa, las
novelas plantean un curioso dilema moral, en el sentido de que nos sentimos
culpables por no leer más, pero también por hacer algo tan frívolo como
leerlas; ¿y no estaríamos todos mejor con una cosa menos por la que
culpabilizarnos?
*
A
veces, la persona que lo pregunta sólo busca recomendaciones de libros, pero
con gran frecuencia la cuestión parece planteada en serio. Y parte de lo que me
irrita es que siempre se formula en presente: ¿Quiénes influyen en mi obra? El hecho es que, a estas alturas
de la vida, básicamente influyen en mi obra mis propios textos anteriores. Si
aún trabajara a la sombra de, pongamos, E.M. Foster, con toda seguridad me
esforzaría mucho en simular que no es así. Según el señor Harold Bloom, cuya
ingeniosa teoría de la influencia literaria le permitió labrarse una carrera a
fuerza de distinguir a los escritores “débiles” de los “potentes”, yo ni
siquiera sería consciente de hasta qué punto trabajo todavía a la sombra de
E.M. Foster. Solo Harold Bloom sería plenamente consciente de ello.
*
Mi obra
supone una campaña activa contra los valores que no me gustan: el
sentimentalismo, la narrativa débil, la prosa excesivamente lírica, el
solipsismo, la autocomplacencia, la misoginia y otras formas de provincianismo,
los juegos estériles, el didactismo manifiesto, la simplicidad moral, la
dificultad innecesaria, los fetiches informativos, y demás. De hecho, gran
parte de lo que podría llamarse “influencia” real es negativa: no quiero ser
como ese escritor o como aquel otro.
*
Me
complace presentar la brutal comicidad de El teatro de Sabbath como una corrección y un reproche al sentimentalismo
de ciertos escritores jóvenes estadounidenses y a críticos no tan jóvenes que
parecen creer, desafiando a Kafka, que la literatura consiste en ser agradable.
*
Cuando trabajo,
no deseo que haya nadie más en la habitación, ni siquiera yo.
*
Mi
concepción de una novela es que debe ser una lucha personal, un compromiso
directo y absoluto con el relato que el autor hace de su propia existencia.
Esta concepción la saco de nuevo de Kafka, quien, si bien nunca se transformó
en insecto y jamás tuvo un trozo de comida (¡una manzana de la mesa de su
familia!) alojado en la carne y pudriéndose allí, dedicó su vida entera de
escritor a describir su lucha personal contra su familia, las mujeres, la
moral, su herencia judía, su Inconsciente, su sentimiento de culpabilidad y el
mundo moderno. La obra de Kafka, que surge del mundo onírico nocturno de su
mente, es más autobiográfica de lo que podría haber sido cualquier descripción realista
de sus experiencias diurnas en el despacho, con su familia o con una
prostituta. ¿Qué es la narrativa, al fin y al cabo, sino una especie de
actividad onírica intencionada? El escritor trabaja para crear un sueño que sea
vívido y tenga sentido, de manera que después el lector pueda soñarlo
vívidamente y experimentar ese sentido. Y una obra como la de Kafka, que parece
surgir directamente del sueño, es por tanto una forma excepcionalmente pura de
autobiografía. Se da aquí una importante paradoja en la que desearía hacer
hincapié: cuanto mayor sea el contenido autobiográfico de la obra de un
narrador, menor será su parecido superficial con la vida real del escritor.
Cuanto más ahonda el escritor en busca de significado, tanto más se convierten
en impedimentos a la actividad onírica intencionada los detalles aleatorios de
su vida.
*
Todas
las lealtades, ya sea al escribir o en cualquier otro contexto, son
significativas sólo cuando se las pone a prueba.
*
(Hablando de Alice Munro) Mientras tanto, al aumentar sus ambiciones
narrativas, ha perdido todavía más interés en el alarde. Sus primeras obras
están repletas de gran retórica, detalles excéntricos, frases deslumbrantes.
Pero como sus cuentos han acabado pareciendo tragedias clásicas en prosa, no se
trata ya sólo de que no le quede espacio para lo superfluo, sino de que sería
discordante, perjudicial para el clima narrativo –una traición estética y moral–,
que su ego de escritora se entrometiera en el relato puro.