domingo, 13 de abril de 2014

Algo sobre Más afuera, de Jonathan Franzen



Todos tenemos nuestras manías, nuestros prejuicios, nuestras limitaciones. Hoy hablaré brevemente de una manía, de un prejuicio, de una limitación que, a fecha de hoy, no he logrado sacarme de encima (y a estas alturas es posible que ya no lo consiga). Este escrúpulo apunta hacia un tipo determinado de novelas. Estoy pensando en la típica novela realista, larga, con tendencia al costumbrismo, que trata de atrapar y reflejar el espíritu de la clase media –generalmente la norteamericana. Por supuesto, hay excepciones y, por supuesto, hay sorpresas agradabilísimas. Hablo de lo que suele atraerme como lector. Por ejemplo, no me tientan las novelas de Franzen y, sin embargo, disfruté bastante del conjunto de ensayos, artículos, conferencias, discursos, etc., reunidos bajo el título de Más afuera. Dejo aquí unos pocos extractos:



Intentar amar a toda la humanidad puede ser una empresa loable, pero curiosamente se centra en uno mismo, en el bienestar moral y espiritual de uno mismo. Mientras que para amar a una persona concreta, e identificarse con sus esfuerzos y alegrías como si fueran propios, uno tiene que renunciar a una parte de sí.

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Si de verdad amas la narrativa, descubrirás que las únicas páginas dignas de conservarse son aquellas que te muestran tal como eres.

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Hay un sinfín de razones por las que uno no debería leer El hombre que amaba a los niños. Para empezar, es una novela, ¿y acaso en los últimos dos o tres años no hemos llegado secretamente a una especie de consenso general sobre que las novelas pertenecen a la era de los periódicos y siguen el mismo camino que éstos, sólo que más deprisa? Como se complace en decir un viejo amigo mío, profesor de Literatura Inglesa, las novelas plantean un curioso dilema moral, en el sentido de que nos sentimos culpables por no leer más, pero también por hacer algo tan frívolo como leerlas; ¿y no estaríamos todos mejor con una cosa menos por la que culpabilizarnos?

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A veces, la persona que lo pregunta sólo busca recomendaciones de libros, pero con gran frecuencia la cuestión parece planteada en serio. Y parte de lo que me irrita es que siempre se formula en presente: ¿Quiénes influyen en mi obra? El hecho es que, a estas alturas de la vida, básicamente influyen en mi obra mis propios textos anteriores. Si aún trabajara a la sombra de, pongamos, E.M. Foster, con toda seguridad me esforzaría mucho en simular que no es así. Según el señor Harold Bloom, cuya ingeniosa teoría de la influencia literaria le permitió labrarse una carrera a fuerza de distinguir a los escritores “débiles” de los “potentes”, yo ni siquiera sería consciente de hasta qué punto trabajo todavía a la sombra de E.M. Foster. Solo Harold Bloom sería plenamente consciente de ello.

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Mi obra supone una campaña activa contra los valores que no me gustan: el sentimentalismo, la narrativa débil, la prosa excesivamente lírica, el solipsismo, la autocomplacencia, la misoginia y otras formas de provincianismo, los juegos estériles, el didactismo manifiesto, la simplicidad moral, la dificultad innecesaria, los fetiches informativos, y demás. De hecho, gran parte de lo que podría llamarse “influencia” real es negativa: no quiero ser como ese escritor o como aquel otro.

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Me complace presentar la brutal comicidad de El teatro de Sabbath como una corrección y un reproche al sentimentalismo de ciertos escritores jóvenes estadounidenses y a críticos no tan jóvenes que parecen creer, desafiando a Kafka, que la literatura consiste en ser agradable.

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Cuando trabajo, no deseo que haya nadie más en la habitación, ni siquiera yo.

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Mi concepción de una novela es que debe ser una lucha personal, un compromiso directo y absoluto con el relato que el autor hace de su propia existencia. Esta concepción la saco de nuevo de Kafka, quien, si bien nunca se transformó en insecto y jamás tuvo un trozo de comida (¡una manzana de la mesa de su familia!) alojado en la carne y pudriéndose allí, dedicó su vida entera de escritor a describir su lucha personal contra su familia, las mujeres, la moral, su herencia judía, su Inconsciente, su sentimiento de culpabilidad y el mundo moderno. La obra de Kafka, que surge del mundo onírico nocturno de su mente, es más autobiográfica de lo que podría haber sido cualquier descripción realista de sus experiencias diurnas en el despacho, con su familia o con una prostituta. ¿Qué es la narrativa, al fin y al cabo, sino una especie de actividad onírica intencionada? El escritor trabaja para crear un sueño que sea vívido y tenga sentido, de manera que después el lector pueda soñarlo vívidamente y experimentar ese sentido. Y una obra como la de Kafka, que parece surgir directamente del sueño, es por tanto una forma excepcionalmente pura de autobiografía. Se da aquí una importante paradoja en la que desearía hacer hincapié: cuanto mayor sea el contenido autobiográfico de la obra de un narrador, menor será su parecido superficial con la vida real del escritor. Cuanto más ahonda el escritor en busca de significado, tanto más se convierten en impedimentos a la actividad onírica intencionada los detalles aleatorios de su vida.

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Todas las lealtades, ya sea al escribir o en cualquier otro contexto, son significativas sólo cuando se las pone a prueba.

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(Hablando de Alice Munro) Mientras tanto, al aumentar sus ambiciones narrativas, ha perdido todavía más interés en el alarde. Sus primeras obras están repletas de gran retórica, detalles excéntricos, frases deslumbrantes. Pero como sus cuentos han acabado pareciendo tragedias clásicas en prosa, no se trata ya sólo de que no le quede espacio para lo superfluo, sino de que sería discordante, perjudicial para el clima narrativo –una traición estética y moral–, que su ego de escritora se entrometiera en el relato puro.