miércoles, 25 de noviembre de 2015

Algo sobre los ex compañeros de colegio (con Maximiliano Barrientos)

El sábado tengo cena de ex alumnos del CIDE. La última vez que vi a alguno de esos compañeros de colegio tenía dieciséis años. Han pasado veintiséis, ahí es nada. A otros, en cambio, los he seguido viendo. Hemos quedado para comer o cenar con nuestras mujeres e hijos, o nos hemos encontrado por las calles de la ciudad. Nos hemos visto ganar peso y perder pelo sin saltos temporales, testigos de lo que el tiempo, más benévolo con unos que con otros, nos hacía. El caso es que estaba leyendo la estupenda La desaparición del paisaje, del boliviano Maximiliano Barrientos, y me encontré con este pasaje, que me apetece compartir:


«Los ex compañeros bailaban, se perdían en lo oscuro. Escuchábamos sus risas, sus voces, los gritos que traían de vuelta una euforia que ahora resultaba una parodia de lo que había sido antes. Se habían convertido en adultos, tenían heridas psicológicas, hipotecas, disfunciones sexuales, amantes dispersas, una mujer que producía hijos, un esposo que se ausentaba por viajes y llamaba tarde en la noche cuando se sentía culpable luego de cogerse a una puta cara. Todos estaban atontados por la bulla y el alcohol y la retórica de la pertenencia. Aunque las detestaban, iban a aquellas fiestas para constatar que no se habían alejado demasiado de quienes fueron en los 90. Para constatar que seguían siendo las mismas personas a pesar de la grasa y la paternidad».

Transcrito el párrafo anterior, recuerdo algo escrito por un tal Javier Cánaves. Se encuentra en su novela Los artistas. Busco el archivo en el ordenador. No me cuesta nada encontrar el fragmento que recordé de pronto. Copio y pego:

«Ahí los tienes, todos con prisa por marcharse, mirando de reojo a sus mujeres, apurando sus cigarros, fingiendo una felicidad incomprensible. Sonrisas postizas que desfiguran los rostros, que los vuelven inaccesibles, a una distancia que ya no puedes ni quieres recorrer. Todos preguntaron por Verónica, al principio, en la puerta del restaurante, después de las palmadas en la espalda y los besos de rigor. Luego intercambiaron miradas de lástima y comprensión, cargadas de veneno, de ironía. De paternalismo. Tú fingiste no verlas, no entenderlas después de haberlas visto. Alguien habló de política, de fútbol, de las últimas lluvias; alguien dijo que ya había que entrar. Son tus amigos de siempre, lo que queda de ellos, el triunfo del embrutecimiento y la cobardía. Eres el único que no va acompañado, el bicho raro del que después hablar en el coche, de vuelta a casa, o ya en la cama, liberados de la obligación del encuentro mensual. Durante la cena te preguntan sin interés por tus proyectos, por tus artículos; preguntan dejando entrever que sus problemas son mucho más importantes, su vida adulta, asumida: hipotecas, ascensos laborales, hijos. No puedes dejar de pensar que tienen razón. Eres el que más bebe y el que menos habla. Intentas recordar cómo era antes, pero una y otra vez te estrellas contra las risas y las papadas de ellos, contra las arrugas y los polvos de ellas, alguna vez deseables, hace tiempo, alguna vez una promesa de algo diferente».


Los tópicos, qué juego dan, cómo nos atraen. En fin, que nadie se malpiense. Acudiré a la cita con ganas. Al fin y al cabo, uno no se encuentra todos los días (por suerte) con aquellos adolescentes con los que compartió aula y recreos y otras muchas cosas fáciles de imaginar.