Conservo fragmentos de la ilusión con que de niño vivía estas fechas.
Recuerdo el árbol situado en el jardín común de las cuatro casas de Portopetro. La mañana del seis de enero, a una hora fijada, los niños salíamos corriendo
de casa, sin importarnos el frío, para ver qué nos habían traído los Reyes
Magos. También me recuerdo sentado en las escaleras que descendían al salón de
nuestra casa del Molinar, esperando sorprender infraganti a Papá Noel. Está de
más decir que el aburrimiento y el sueño fueron más poderosos. Alcanzada la
adolescencia y durante los años siguientes, caí en el típico rechazo a lo
empalagoso de estas Fiestas. Lo único bueno era la ausencia de clases y la
juerga de fin de año, casi nunca a la altura de nuestras expectativas. Después
fui padre y recuperé parte de esa ilusión. Vuelvo a disfrutar de las comidas y
cenas en familia. Tanto he cambiado, que no me molesta hacer cola durante
veinte minutos en una tienda de juguetes… Miento. La aglomeración de gente en
los establecimientos comerciales me sigue poniendo de mal humor.
ÚLTIMA HORA, 05/01/16