Once
Sigo
con el tiempo. Siempre que te sientas a escribir, llevas puesta la gorra de
jefe del tiempo. Puedes hacer que en un solo párrafo pasen cuarenta años. Así,
de un plumazo. ¡Zas! Sólo tú manejas la ruedita que acelera o detiene el
tiempo. Si te sientes con fuerzas, puedes meter una digresión o una descripción
de treinta páginas. No te extrañes, eso sí, si tus lectores se lanzan por la
borda. También puedes viajar atrás o adelante. No hace falta que memorices las
palabras “analepsis” y “prolepsis”. ¿Pero cuándo, en qué punto emprender el
viaje? Lo primero: dale margen a tu instinto, sobre todo si lo alimentaste bien.
Nos hallamos en la fase de las entrañas. Después, más calmados, nos pondremos estupendos,
un poco tiquismiquis, que no todo va a ser un aquí te pillo aquí te mato.
Vuelvo
a pensar en el poeta honesto. Su figura se diluye. Poco a poco, se va
transformando en pistola chejoviana. De ser esto un cuento, un posible título
sería Las pistolas de Antón P.
Recién
llegado de Londres. Entre este párrafo y el anterior, median un centenar de
fotografías. Viaje familiar. Ahora es medianoche. Solo en casa. Mi mujer y mi
hija regresan mañana por la tarde. Esta entrada, la número once, debí publicarla
el jueves, antes de partir. No importa. Esto se acaba. No tiene sentido seguir.
Si al poeta honesto le hubiese dado por atacarme… Bah, mejor así. Diré, para ir terminando,
que releí, entre otros, el cuento de Jack London titulado “Encender un fuego”. Iba
leyéndolo mientras movía los dedos de los pies, como para comprobar que seguían
ahí, a salvo del frío del Yukón, y daba gracias por estar en el interior de
aquel avión, tomándome una Heineken, saboreando unas Pringles Paprika,
angustiado por la suerte del hombre que protagoniza el relato, entregado a la
maestría de London…
Pero todo eso –la senda misteriosa, extensa y estrecha, la ausencia de sol en el cielo, el tremendo frío y lo extraño y sombrío de todo aquello– no impresionó para nada al hombre. Y no porque estuviese muy acostumbrado a ello. Era un recién llegado a la región, un chchaquo, y ése era su primer invierno. Lo que le pasaba era que carecía de imaginación. Era veloz y agudo en las cosas de la vida, pero sólo en las cosas y no en sus significados.
Fragmento
de “Encender un fuego”