Diez
Sobre
el escritorio, una careta con el rostro de Emilio Renzi. Me la pongo y me planto frente al espejo. Una imagen grotesca, tal vez por eso
estimulante. Camino por la casa vacía. Me imagino observado por una decena de
alumnos. Algo nos une a todos los que estamos hoy aquí, digo calibrando las
reacciones de los estudiantes que me observan con expresión vacía, como si
alguien les hubiese obligado a apuntarse a este curso, como si todo lo que
fueran a escuchar o decir en el transcurso de las muchas horas que compartiremos
les fuese del todo indiferente, bueno, tal vez sean varias las cosas que nos
unan, sonrío de un modo un tanto ambiguo, cómo saberlo, pero hay una que se
sitúa en el centro de esto que ahora empezamos a compartir, la que hace que en
este preciso instante os hable con este tono sacerdotal, tan odioso, en fin, lo
que nos une, la cosa común que sobrevuela nuestras cabezas, no es otra que el
amor por las letras. ¡Qué pomposo! ¿Me van a abuchear? Amor por las letras
significa amor por la lectura y la escritura. Porque nos encanta leer, deseamos
escribir. Aunque a veces cueste. Aunque no siempre acompañen los resultados.
Aunque siempre vayamos a quedarnos a un paso o a años luz de nuestras
expectativas. Es un vicio y nada nos define más que nuestros vicios. Eso
tenemos en común. No es poca cosa.
Llegan a casa mi mujer y mi hija. Saludos, breve resumen de la jornada.
Anuncio, tras recoger los restos de la cena de anoche, que voy al cuarto del
ordenador a trabajar un poco. Sigo con la clase. Pero aquí se acaban las
coincidencias, advierto desviando por un momento la mirada hacia la ventana que
da a la avenida de Sant Ferran, bastante transitada a estas horas. Que a todos
nos guste leer no significa, y perdón por la perogrullada, que a todos nos
guste leer las mismas cosas. De ahí que cada uno de nosotros tenga su
particular forma de decir, sin duda fruto de sus lecturas, de sus gustos, de
sus inquietudes, de sus limitaciones, etc. Todos queremos ser escritores pero
nadie quiere llegar a ser el mismo escritor, o lo que es lo mismo, todos
queremos llegar a ser un escritor único, diferente del resto. Ya hablaremos de
estas insensateces más adelante. Con todo esto vamos a tener que lidiar. Lo
creáis o no, esto nos hará crecer. Un escritor ha de tener amplitud de miras.
Puede escoger ser muy bruto, pero ha de ser una elección consciente – limitarse
conscientemente es todo un arte. Y por debajo de todas estas diferencias, no
debemos olvidar, para que el curso sea posible, para que se mueva en terrenos
de eficacia, ese hilo subterráneo que nos une. Formamos parte de un mismo equipo, digo con sonrisa burlona dedicada
a mí mismo, todos podemos aprender de todos. Luego, acabado el curso, podemos
jugar a sacarnos los ojos, a soltar pestes del costumbrismo o de los relatos
alegóricos, de la autoficción o de la moda distópica que nos tiene asediados,
etc.
Debo
ir terminando, me llaman para cenar. Me quito la careta pigliana. Antes de
dejar el cuarto, tengo tiempo de decir que aquí vamos a intentar ser nosotros
mismos. La mayor parte del tiempo no lo somos. Imitamos, y eso está bien. Pero
aquí vamos a intentar encontrar nuestra propia voz. Aunque sea para destruirla.
Vamos a aprender a escucharnos. Para escucharnos, primero debemos aprender a
escuchar. Escuchar a los otros. Una vez tengamos el oído a punto, vamos a
centrarnos en nuestra voz interior. Pero ya os tengo que dejar. Se acabó el
tiempo. Otro día hablamos del tiempo. Somos tiempo, todo relato es tiempo, y
nuestra vida, a pesar de estar hecha de tiempo, será una lucha constante en
busca de tiempo.