lunes, 15 de julio de 2019

Fragmento de un discurso nunca leído


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Según lo veo yo, existen dos tipos de escritores y, por lo tanto, dos tipos de novelas. Aquellas en las que el escritor se sienta a escribir sabiendo de antemano qué quiere contar. Las llamo novela argumento y, en principio, son menos dadas a la digresión. Luego están aquellas novelas en las que el escritor no se sienta sabiendo qué quiere contar; se sienta sabiendo que quiere contar –he aquí un gran ejemplo de la importancia de colocar bien las tildes–, pero no teniendo del todo claro todavía qué. En este caso, el escritor confía en que el tema, el argumento –de haberlos–, surjan y se manifiesten durante el proceso de escritura. Se trata de una opción más arriesgada pero también, al menos para el escritor –y ahora hablo de mí–, más estimulante. Digamos que uno siente la llama, algo en su interior pugna por salir, sin embargo, ese algo aún no tiene los contornos definidos. Es como una especie de voz en otro idioma que nos susurra, que no podemos ignorar. Uno se sienta y escribe para descubrir qué quiere escribir, así de simple y retorcido.

Digamos que en mi interior existen esos dos tipos de novelista. En el caso que nos ocupa –Mi Berghof particular–, cuando me senté a escribir no tenía muy claro sobre qué quería escribir. Estaba la intención de profundizar en mí, de ser sincero. La literatura como autoconocimiento, con intenciones terapéuticas, es algo viejo, muy manoseado, que concede una libertad tan peligrosa como tentadora. Eso me venía bien. No necesitaba bridas ni correas. Lo importante era escribir y, ciertamente, la rotura del tendón de Aquiles me facilitó algo la tarea. No había horarios laborales ni movilidad tentadora. Ese tendón roto había liberado un hilo del que tirar. Eso hice, tiré de él, me sumergí en la historia hasta que la historia tomó las riendas y empezó a tirar de mí. Creo recordar que en varios pasajes de la novela utilizo la palabra magia para hablar de esta inversión. Aun a riesgo de parecer simple, me ratifico en la idea.

En la contraportada del libro se habla de una estructura que funciona como lo hacen las cajas chinas. Como seguro sabéis, esta técnica narrativa consiste en meter una historia dentro de otra historia y ésta a su vez dentro de otra, y así. Ya había coqueteado con este recurso en mis novelas anteriores, pero es en Mi Berghof particular donde lo llevo más lejos. ¿Ganas de jugar? ¿De despistar? ¿Incapacidad de ceñirme a un solo discurso? Vaya uno a saber.

Pero además de las cajas chinas, creo interesante apuntar algo que me señaló uno de los primeros lectores de la novela, mi amigo Samuel Rodríguez. No me resisto a traer aquí su comentario: «Como lector, me resultó curioso lo que cuentas de la visión de Sofía y la realidad, todo estaba en el mismo plano para ella, sus vivencias, los cuentos que le lees, los dibujos animados... Es lo mismo que has hecho tú en el libro. Has puesto todo en el mismo nivel: Castell, Sancevá, Connie, el pie, la piscina, tus lecturas…». Y digo que es interesante señalarlo porque, según esto, la ficción y la no ficción se asientan en un mismo nivel, en un mismo plano, por lo que es difícil a veces establecer una línea divisoria nítida entre ellas. Por otro lado, ¿quién necesita líneas divisorias nítidas? ¿Acaso existen?

Sospecho  que en ocasiones hablo más de mí cuando escribo en tercera persona, es decir, cuando la novela se desarrolla en lo que he venido a llamar la parte ficcional –luego lo explico–, que cuando escribo en primera persona. Es posible que en la parte no ficcional, la parte escrita en primera persona, se establezca –sin buscarlo expresamente– un sentido de la prudencia mayor. En cambio, a través de los distintos personajes –Alberto Sancevá, Nuria Tamena, Jaime Castell, Cecilia Polsen, Pedro Capllonch…– puedo dar rienda suelta a las obsesiones y miedos que viven en mí no siempre de manera consciente.

Y esto me lleva a hablar de nuevo de los planos de la novela. Al margen de las cajas chinas, de las tramas y subtramas que se ponen en marcha, podemos decir que en Mi Berghof particular conviven más o menos en pie de igualdad dos planos: el ficcional y el no ficcional. El no ficcional, es decir, aquel en el que no cabe el fingimiento, es un plano muy aferrado al día a día. En él me autoimpongo la obligación de no mentir, si bien desde el principio pongo en tela de juicio que algo así sea posible. Aquí se trata de escarbar sin sopesar las consecuencias, pero solo los locos y los héroes –si es que son cosas distintas– son capaces de dejar de lado las consecuencias. La sinceridad exige de una vigilancia constante, y esta vigilancia puede ser agotadora. En cambio, en el plano ficcional, al separarme del yo biográfico –al menos, en apariencia– puedo bajar la guardia, dejar que todo fluya sin temor a la inexactitud o distorsión de los hechos inspiradores que sucedieron fuera del libro. Aquí no hay consecuencias, tengo a mi disposición el parachoques de la ficción, de la tercera persona, por lo que todo discurre sin filtros, sin temores… Y nunca nos damos más, nunca nos damos mejor –y esto va por todos– que cuando el miedo anda lejos.

Algo más quiero decir sobre los dos protagonistas de la parte ficcional: Alberto Sancevá y Jaime Castell. Ellos simbolizan las dos caras de esa moneda llamada literatura. O para ser más exacto: ellos simbolizan las dos maneras de enfrentarse a la escritura, al hecho creador. Sancevá guarda la ropa antes de saltar al río, no ceja en su empeño, pero se construye una casa por si acaso. La intemperie impone respeto. Castell, en cambio, se deja seducir por la palabra aventura, por las situaciones extrañas o extremas. Como si en ellas se agazapara algo importante. Los que nos dedicamos a escribir, diría que los artistas en general, aprendemos a vivir con estas dos tensiones o, por lo menos, en algún momento nos hemos visto tentados por una u otra y al final hemos tenido que elegir. Adelanto ya que uno de los mensajes del libro es que construir tu casa y guardar la ropa es algo que está bien. En el mundo del arte, las palabras aventura, riesgo o locura tienen muy buena prensa, pero no siempre son el mejor camino. Pienso que de algún modo en esta novela hay una reivindicación de la madurez sensata, en apariencia tan aburrida y poco estimulante.

Para terminar, me apetece compartir con vosotros una cita de Paul Auster incluida en el libro, una cita extraída de una entrevista que leí en no recuerdo qué periódico. Dice así: «Soy como una rata de laboratorio, experimento conmigo mismo. Me observo. Soy un ejemplo de ser humano. Uso mis experiencias como material narrativo con el fin de que el lector se sienta reflejado en algunas de ellas y pueda responder alguna pregunta, desvelar alguno de los misterios de la vida». Yo no aspiro a desvelar ningún misterio de la vida, pero si alguien se siente identificado con alguno de mis personajes, si consigo hacer reflexionar o emocionar o arrancar una sonrisa a algún lector, creedme, daré por bueno todo el tiempo invertido en la escritura de esta novela.

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