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Según
lo veo yo, existen dos tipos de
escritores y, por lo tanto, dos tipos de novelas. Aquellas en las que el
escritor se sienta a escribir sabiendo de antemano qué quiere contar. Las llamo
novela argumento y, en principio, son menos dadas a la digresión. Luego están
aquellas novelas en las que el escritor no se sienta sabiendo qué quiere
contar; se sienta sabiendo que quiere contar –he aquí un gran ejemplo de la
importancia de colocar bien las tildes–, pero no teniendo del todo claro
todavía qué. En este caso, el escritor confía en que el tema, el argumento –de
haberlos–, surjan y se manifiesten durante el proceso de escritura. Se trata de
una opción más arriesgada pero también, al menos para el escritor –y ahora
hablo de mí–, más estimulante. Digamos que uno siente la llama, algo en su
interior pugna por salir, sin embargo, ese algo aún no tiene los contornos
definidos. Es como una especie de voz en otro idioma que nos susurra, que no
podemos ignorar. Uno se sienta y escribe
para descubrir qué quiere escribir, así de simple y retorcido.
Digamos
que en mi interior existen esos dos tipos de novelista. En el caso que nos
ocupa –Mi Berghof particular–, cuando
me senté a escribir no tenía muy claro sobre qué quería escribir. Estaba la intención de profundizar en mí,
de ser sincero. La literatura como autoconocimiento, con intenciones
terapéuticas, es algo viejo, muy manoseado, que concede una libertad tan
peligrosa como tentadora. Eso me venía bien. No necesitaba bridas ni correas. Lo importante era escribir y, ciertamente,
la rotura del tendón de Aquiles me facilitó algo la tarea. No había
horarios laborales ni movilidad tentadora. Ese tendón roto había liberado un
hilo del que tirar. Eso hice, tiré de él, me sumergí en la historia hasta que
la historia tomó las riendas y empezó a tirar de mí. Creo recordar que en
varios pasajes de la novela utilizo la palabra magia para hablar de esta
inversión. Aun a riesgo de parecer simple, me ratifico en la idea.
En
la contraportada del libro se habla de una estructura que funciona como lo
hacen las cajas chinas. Como seguro
sabéis, esta técnica narrativa consiste en meter una historia dentro de otra
historia y ésta a su vez dentro de otra, y así. Ya había coqueteado con este
recurso en mis novelas anteriores, pero es en Mi Berghof particular donde lo llevo más lejos. ¿Ganas de jugar?
¿De despistar? ¿Incapacidad de ceñirme a un solo discurso? Vaya uno a saber.
Pero
además de las cajas chinas, creo interesante apuntar algo que me señaló uno de
los primeros lectores de la novela, mi amigo Samuel Rodríguez. No me resisto a traer aquí su comentario: «Como
lector, me resultó curioso lo que cuentas de la visión de Sofía y la realidad,
todo estaba en el mismo plano para ella, sus vivencias, los cuentos que le
lees, los dibujos animados... Es lo mismo que has hecho tú en el libro. Has
puesto todo en el mismo nivel: Castell, Sancevá, Connie, el pie, la piscina,
tus lecturas…». Y digo que es interesante señalarlo porque, según esto, la ficción y la no ficción se asientan en
un mismo nivel, en un mismo plano, por lo que es difícil a veces establecer una
línea divisoria nítida entre ellas. Por otro lado, ¿quién necesita líneas
divisorias nítidas? ¿Acaso existen?
Sospecho que en ocasiones hablo más de mí cuando
escribo en tercera persona, es decir, cuando la novela se desarrolla en lo que
he venido a llamar la parte ficcional –luego lo explico–, que cuando escribo en
primera persona. Es posible que en la parte no ficcional, la parte escrita en
primera persona, se establezca –sin buscarlo expresamente– un sentido de la
prudencia mayor. En cambio, a través de los distintos personajes –Alberto
Sancevá, Nuria Tamena, Jaime Castell, Cecilia Polsen, Pedro Capllonch…– puedo
dar rienda suelta a las obsesiones y miedos que viven en mí no siempre de
manera consciente.
Y
esto me lleva a hablar de nuevo de los planos de la novela. Al margen de las
cajas chinas, de las tramas y subtramas que se ponen en marcha, podemos decir
que en Mi Berghof particular conviven
más o menos en pie de igualdad dos
planos: el ficcional y el no ficcional. El no ficcional, es decir, aquel en
el que no cabe el fingimiento, es un plano muy aferrado al día a día. En él me autoimpongo la obligación de no
mentir, si bien desde el principio pongo en tela de juicio que algo así sea
posible. Aquí se trata de escarbar sin sopesar las consecuencias, pero solo
los locos y los héroes –si es que son cosas distintas– son capaces de dejar de
lado las consecuencias. La sinceridad
exige de una vigilancia constante, y esta vigilancia puede ser agotadora.
En cambio, en el plano ficcional, al separarme del yo biográfico –al menos, en
apariencia– puedo bajar la guardia, dejar que todo fluya sin temor a la
inexactitud o distorsión de los hechos inspiradores que sucedieron fuera del
libro. Aquí no hay consecuencias, tengo a mi disposición el parachoques de la
ficción, de la tercera persona, por lo que todo discurre sin filtros, sin
temores… Y nunca nos damos más, nunca nos damos mejor –y esto va por todos– que
cuando el miedo anda lejos.
Algo
más quiero decir sobre los dos protagonistas de la parte ficcional: Alberto Sancevá y Jaime Castell. Ellos
simbolizan las dos caras de esa moneda llamada literatura. O para ser más
exacto: ellos simbolizan las dos maneras
de enfrentarse a la escritura, al hecho creador. Sancevá guarda la ropa antes de saltar al río, no ceja en su
empeño, pero se construye una casa por si acaso. La intemperie impone respeto. Castell, en cambio, se deja seducir por la
palabra aventura, por las situaciones extrañas o extremas. Como si en ellas
se agazapara algo importante. Los que nos dedicamos a escribir, diría que los
artistas en general, aprendemos a vivir con estas dos tensiones o, por lo
menos, en algún momento nos hemos visto tentados por una u otra y al final
hemos tenido que elegir. Adelanto ya que
uno de los mensajes del libro es que construir tu casa y guardar la ropa es
algo que está bien. En el mundo del arte, las palabras aventura, riesgo o
locura tienen muy buena prensa, pero no siempre son el mejor camino. Pienso que de algún modo en esta novela hay
una reivindicación de la madurez sensata, en apariencia tan aburrida y poco
estimulante.
Para
terminar, me apetece compartir con vosotros una cita de Paul Auster incluida en el libro, una cita extraída de una
entrevista que leí en no recuerdo qué periódico. Dice así: «Soy como una rata
de laboratorio, experimento conmigo mismo. Me observo. Soy un ejemplo de ser
humano. Uso mis experiencias como material narrativo con el fin de que el
lector se sienta reflejado en algunas de ellas y pueda responder alguna
pregunta, desvelar alguno de los misterios de la vida». Yo no aspiro a desvelar
ningún misterio de la vida, pero si alguien se siente identificado con alguno
de mis personajes, si consigo hacer reflexionar o emocionar o arrancar una
sonrisa a algún lector, creedme, daré por bueno todo el tiempo invertido en la
escritura de esta novela.
(...)