Manos (15/12/20)
Junto mis manos. Como cuando de
niño rezaba. Como cuando con ellas construía un telescopio con el que explorar
el cielo. O como cuando hace frío y con tus manos creas un pequeño cuenco y soplas
aire caliente en su interior. Contemplo mis manos. Nunca antes las miré tanto,
nunca fueron tan sospechosas. Las manos se hicieron para tocar y agarrar, para
llevarse los alimentos a la boca. Unas manos escrupulosamente limpias siempre
despertaron desconfianza. Alguien que no quiere mancharse las manos, alguien
que prefiere que el trabajo sucio lo hagan otros. Las manchas de la edad
merecen respeto. Las uñas con tierra son sinónimo de niños jugando al aire
libre. Las manos llenas de grasa después de comer o reparar un motor son manos
satisfechas, útiles, honradas. Del amor se sale con las manos pringosas. Tocar
es peligroso, pero no hacerlo es morir. Es necesario lavarse las manos porque
es necesario manchárselas. Amasar, dar forma, hundirlas en la tierra, en el
mar. Las manos de las personas que más queremos, ese calor tan necesario. Nunca
antes nos lavamos tanto las manos y, sin embargo, nunca fue más fuerte la
sensación de que muchos andan con las manos sucias. Y no sucias de grasa, de
tierra o de sudor. Hablamos de otro tipo de suciedad, esa que apenas deja
rastro.
El enemigo (29/12/20)
Pienso en esas personas que se
sentirán desnudas si no salen a la calle con la mascarilla puesta. Hablo de
cuando la pesadilla actual haya pasado y podamos volver a hablar de asuntos que
no tengan que ver con restricciones de movimientos o recuentos macabros. Hablo
de cuando podamos reanudar nuestra vida en las aceras y los locales de las
ciudades sobrepobladas. ¿Alguien se ha parado un segundo a pensar en esas
personas? ¿Les inventaremos un síndrome? ¿O simplemente los llamaremos
prudentes? ¿Sabremos ser comprensivos o nos reiremos de su obsesión o exceso de
celo? ¿Llegaremos a ver carteles en las puertas de los bares en los que se
prohíba el uso de mascarillas? ¿Cómo actuaremos con esos desconfiados? No
faltarán quienes los comparen con esos soldados japoneses que, finalizada la II
Guerra Mundial, decidieron no rendirse y deambularon durante años por las
colinas filipinas. Años vagando por la espesura de la selva, con el fusil
cargado. ¿Acaso no hemos abusado del argot bélico para hablar de cómo actuar
frente a la pandemia? ¿Acaso no nos están advirtiendo de que la vacuna no será más
que un breve paréntesis mientras esperamos el siguiente ataque? Y a todo esto:
¿sabemos ya la identidad del enemigo?