La idea en realidad no es mía, sino de un buen amigo (G.P. son sus iniciales), un gran escritor que no escribe porque su pereza y su falta de fe son mayores que su talento, o eso se obliga a creer. En efecto, todo escritor que se empeñe en escribir y no viva de ello, aunque lo niegue, aunque hable pestes de ella, es un tipo con fe. Tanto en su propia escritura como en la sensibilidad de los hipotéticos lectores. Habrá quien prefiera llamarlo desesperación o indiferencia, tanto da. El caso es que este amigo, una vez leído el artículo que el pasado seis de noviembre me publicaron en Última Hora, me comentó que sería una buena idea que todo aquel que se animara elaborara su propia postal del fin del mundo. Esto, argumentaba, daría pie a un conjunto de paisajes, a un collage paisajístico-biográfico (no hay paisaje sin biografía ni biografía sin paisaje); un ramillete de instantáneas que, de algún modo, si la cosa se extendiera de pueblos a ciudades y de ciudades a países, acabaría constituyendo un retrato fidedigno y alucinado del mundo en que vivimos. Dejo aquí la invitación. ¿Qué ve si se asoma a la puerta o ventana de donde se halla? Puede anotarlo en este blog, o en la hoja de algún cuaderno, o simplemente retener la imagen en la memoria. También, claro, puede olvidarse del asunto y seguir con lo que hacía. Ahí va el artículo mencionado:
Mi postal del fin del mundo
Cuando termine de leer estas líneas, salga a la calle o asómese a la ventana más cercana. Retenga la imagen del momento. Será insignificante, un cuadro reiterado, un anodino pedazo de realidad. Archívelo en su mente y póngale un nombre. Yo ya lo hice antes de iniciar este artículo. Mi postal del fin del mundo, un título acorde con los tiempos que corren, si es que hemos de tomarnos en serio las alarmas de los economistas y demás indicadores del grado de tensión social en que vivimos. Después del estallido, cuando los malos augurios sean realidades palpables, recuerde este día de otoño, la imagen que en un minuto (si me hace caso) deberá archivar y bautizar. Le estoy regalando un instante de los buenos tiempos que, de no ser por mí, seguramente habría olvidado. No recordará mi nombre y tal vez se le escape algún que otro matiz, pero seguro que puede verse de pie frente a la ventana, o en la puerta de la que fue su casa o su bar predilecto, sonriendo condescendiente por algo que acaba de leer. No hace falta que me lo agradezca si nos cruzamos por la calle. Soy así.
Abandono mi faceta altruista y vuelvo a mis libros. Leo, en La teoría del todo, de Stephen Hawking, que “nuestro sol tiene probablemente combustible suficiente para otros 5.000 millones de años”, casi lo que me queda por pagar de hipoteca. Ni esta magnífica noticia, ni la rebaja de medio punto en los tipos de interés, consiguen ponerme de mejor humor. Entiendo a Cheever cuando dice, en uno de sus Diarios, sentirse extraño al contemplar la calle desde el balcón. “Envidio la libertad de los jóvenes que se van de juerga a Ostia en sus descapotables, al mismo tiempo que advierto que uno puede poseer casi todo lo que el mundo puede ofrecer sin dejar por eso de desear más”. Ese inconformismo que nada tiene que ver con lo material...
Dejo los libros y me asomo a la ventana. Ahí está mi postal del fin del mundo. Un edificio en construcción, un terreno baldío, una gasolinera Repsol como isla iluminada en mitad de la noche.
Mi postal del fin del mundo
Cuando termine de leer estas líneas, salga a la calle o asómese a la ventana más cercana. Retenga la imagen del momento. Será insignificante, un cuadro reiterado, un anodino pedazo de realidad. Archívelo en su mente y póngale un nombre. Yo ya lo hice antes de iniciar este artículo. Mi postal del fin del mundo, un título acorde con los tiempos que corren, si es que hemos de tomarnos en serio las alarmas de los economistas y demás indicadores del grado de tensión social en que vivimos. Después del estallido, cuando los malos augurios sean realidades palpables, recuerde este día de otoño, la imagen que en un minuto (si me hace caso) deberá archivar y bautizar. Le estoy regalando un instante de los buenos tiempos que, de no ser por mí, seguramente habría olvidado. No recordará mi nombre y tal vez se le escape algún que otro matiz, pero seguro que puede verse de pie frente a la ventana, o en la puerta de la que fue su casa o su bar predilecto, sonriendo condescendiente por algo que acaba de leer. No hace falta que me lo agradezca si nos cruzamos por la calle. Soy así.
Abandono mi faceta altruista y vuelvo a mis libros. Leo, en La teoría del todo, de Stephen Hawking, que “nuestro sol tiene probablemente combustible suficiente para otros 5.000 millones de años”, casi lo que me queda por pagar de hipoteca. Ni esta magnífica noticia, ni la rebaja de medio punto en los tipos de interés, consiguen ponerme de mejor humor. Entiendo a Cheever cuando dice, en uno de sus Diarios, sentirse extraño al contemplar la calle desde el balcón. “Envidio la libertad de los jóvenes que se van de juerga a Ostia en sus descapotables, al mismo tiempo que advierto que uno puede poseer casi todo lo que el mundo puede ofrecer sin dejar por eso de desear más”. Ese inconformismo que nada tiene que ver con lo material...
Dejo los libros y me asomo a la ventana. Ahí está mi postal del fin del mundo. Un edificio en construcción, un terreno baldío, una gasolinera Repsol como isla iluminada en mitad de la noche.
¿Cuál es la suya?