Uno tiene miedo o alergia a los felinos y salta a la arena para luchar con los leones. Te gusta la morena que apenas habla con el resto de amigas y, sin embargo, entablas conversación con la rubia que parece saberse todas las canciones y las maneras de gustar. Pese a que tenía vértigo, no dudó en subir a lo más alto del árbol para saber cuántos pasos más podía dar una vez rebasado el límite. Si bien éramos grandes amigos, algo en mí se alegró cuando supe que no había tenido suerte. Recordarlo me tortura y me recuerda quién soy. Libramos batallas por el placer de perderlas y alardear después de la derrota. Pese a tantas canciones y tanto plasta adicto al discurso del perdedor, el fracaso agotó su crédito. Se jugó sus últimas monedas en una partida amañada. Hay una grandeza equivocada que siempre brilla cuando no toca y por eso mismo deslumbra. En la oscuridad que rodea al haz de luz de los focos, aguardan impacientes los extras. Tendremos nuestro momento, el que imaginamos tantas noches y copas, y no sabremos qué hacer con él. Tu mayor error te enseña a amar y tu gran acierto, por el que recibiste todas aquellas palmaditas en la espalda, te convierte en un tipo despreciable. Se ausentó un minuto del sorteo, el tiempo necesario para que aquella voz metálica y jovial dijera su número, el mismo que ella precisó para finiquitar su relación. Dicen que los que más rezan son los que menos creen. En el momento de dar el “sí quiero”, piensas en una mujer que se encuentra al otro lado del mundo. Entre los invitados, como mínimo tres dudan entre estrangular al sacerdote o declararle su amor desesperado a la novia. Uno mira indiferente El Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí y, en cambio, se ve incapaz de reprimir una lágrima al contemplar una gasolinera junto a un campo de girasoles a media tarde. En fin, como decía aquel cantante venido a más una vez perdido el favor del gran público: ¿Y qué haremos con toda esta poesía que nunca cabe en un poema?
* UH, 23/12/08