La situación es dramática, me decía hace poco un amigo izquierdista y desencantado: toda izquierda con visos de alcanzar el poder o permanecer en él debe claudicar frente al pragmatismo y la inercia de los flujos del mercado, verdadero Dios de nuestro tiempo, maniatando así el factor de lucha necesario para revertir una situación que ya empieza a no tener marcha atrás: la dilapidación del mundo. Después, como en un salmo, recitó todos los males que acechan al planeta y que ningún grupo emparentado con el poder está dispuesto a combatir verdaderamente. La problemática del agua, la desertización progresiva, la deforestación incontrolada, el desfase entre ricos y pobres, la malnutrición de millones de niños, los genocidios amparados por estados poderosos, la extinción de especies animales, etc. Asentía y me deprimía a partes iguales. El nombre del progreso, sentenció, nos estamos cargando su posibilidad. Parecía satisfecho por la frase que acababa de decir, como si pese a la retahíla de males que había enumerado con frialdad objetiva –tenía un aire de científico loco o revolucionario de otro siglo– aún tuviera el estado de ánimo suficiente para albergar el orgullo propio de todo amante de las causas perdidas. Nos despedimos con sendas palmadas en la espalda y cara de funeral. No era para menos. Seguí mi paseo por las calles del centro. Andaba buscando algo que regalarle a mi novia. Quería desprenderme de las palabras de mi amigo, pero todo parecía conspirar en mi contra. La artificialidad reinante, que tanto aprecio normalmente, era como un eco molesto que, de forma totalmente absurda, me hacía sentir culpable por estar ocioso, dispuesto a gastarme unos cuantos euros en algo ciertamente innecesario. Recordé el final de La lista de Schindler. Calculé, en unos segundos alucinados y extrañamente lentos, cuántas vidas podrían salvarse con todo el dinero almacenado en los bolsillos de los que andábamos por Jaume III. Demagógico, lo sé. Por suerte, una señora cargada con una cantidad ingente de bolsas impactó contra mi hombro. No se detenga, masculló. Aquellas palabras desbarataron mi estado catártico. Tenía que comprar, así que seguí progresando, inmerso en la inercia del flujo de las calles de Palma.
*UH, 21/01/09