No supo qué decir hasta que perdió la capacidad del habla y entonces optó por seguir como hasta entonces, encendiendo cigarrillos del revés y quemando aeroplanos que después se estrellaban contra la bahía. Hablo de mí, por supuesto. El peso de los puentes es algo muy sutil, de una forma u otra siempre lo he sabido. Continuamente se derriban para después volverse a levantar. Ésta es la escena: el enemigo sonriendo y la imagen de aquel febrero tensándose para recibir el consiguiente hachazo, batería de frases recorriendo los túneles que son también venas y luces y explosiones en el horizonte porque empieza a llover y la chica nos grita que vayamos adentro. Tan cerca, me digo, pero sigo con los labios igual que muros donde pintar graffitis o escribir haikus. Hay que volarlo todo, suspira, y yo pienso en una ciudad sin habitantes como la ciudad donde vivo, decorado perfecto para zombis merodeadores o artistas de medio pelo. ¿Cómo dices, querido? Pero no he dicho nada y la lluvia conjetura otra lluvia que jamás nos mojó.
Ésta es la última, asegura, y entonces vuelvo a tener boca y palabras y juntamos las copas y hay que repetirlo y ven aquí y un abrazo y para qué. Salgo del bar. La chica arrincona las sombrillas. Las sillas descansan sobre las mesas y yo pienso en el final del verano y estamos a principios de agosto. Maneras de despedirse o de saltar por los aires. Tengo el móvil en el bolsillo y es un erizo en llamas, una serpiente enroscada que muerde mis ingles. Más valdría tener un dirigible y dirigirlo al extrarradio. Un final inolvidable, me digo en una mala imitación de algún personaje de novela barata. Ahora tengo mis frases pero ya no me sirven y pesan como malos poemas, pero no quiero caer en los tópicos que se remueven inquietos al final de la noche. Conduzco y soy un kamikaze que circula a cincuenta. La prudencia que supo derrotarte, la historia de los que vuelven solos a los hoteles especializados en congresos internacionales. La elegancia es un paseo marítimo a las cinco de la mañana, las luces de un velero mar adentro, ese punto que nunca alcanzarás.
Pienso en los autorretratos de Egon Schiele. Autorretrato desnudo, 1911, la figura escalofriada que soy yo sin ropa frente al espejo. Tiro de la cadena y me imagino recorriendo las cañerías de un mundo acuático. Necesito sentirme inteligente y enciendo un cigarrillo del revés y me arranco cuatro canas. La noche, esas voces de muertos. Se anuncia el amanecer con sirenas de fábricas que cerraron cuando Oscar Wilde sodomizaba a Lord Alfred Douglas. Festejar con panteras, el precio del placer y de la libertad. Es como nacer o despertar a otra luz. Recuerdo que cuando Gregorio Samsa, pero vuelvo a caer en lugares comunes. Una lucha constante que siempre perderé. Miro mis manos y siguen siendo la prueba del delito, de algún delito. Pienso en los puentes hundidos y me digo que es el momento de exiliarse. Elijo una letra al azar y la escribo una y otra vez a lo largo y ancho de las paredes de la habitación. La técnica Scelsi. No sé dónde lo leí. Tantos gestos absurdos, tantas cosas perdidas. Ha llegado el momento. Y despido la experiencia de haber sido burócrata.
Ésta es la última, asegura, y entonces vuelvo a tener boca y palabras y juntamos las copas y hay que repetirlo y ven aquí y un abrazo y para qué. Salgo del bar. La chica arrincona las sombrillas. Las sillas descansan sobre las mesas y yo pienso en el final del verano y estamos a principios de agosto. Maneras de despedirse o de saltar por los aires. Tengo el móvil en el bolsillo y es un erizo en llamas, una serpiente enroscada que muerde mis ingles. Más valdría tener un dirigible y dirigirlo al extrarradio. Un final inolvidable, me digo en una mala imitación de algún personaje de novela barata. Ahora tengo mis frases pero ya no me sirven y pesan como malos poemas, pero no quiero caer en los tópicos que se remueven inquietos al final de la noche. Conduzco y soy un kamikaze que circula a cincuenta. La prudencia que supo derrotarte, la historia de los que vuelven solos a los hoteles especializados en congresos internacionales. La elegancia es un paseo marítimo a las cinco de la mañana, las luces de un velero mar adentro, ese punto que nunca alcanzarás.
Pienso en los autorretratos de Egon Schiele. Autorretrato desnudo, 1911, la figura escalofriada que soy yo sin ropa frente al espejo. Tiro de la cadena y me imagino recorriendo las cañerías de un mundo acuático. Necesito sentirme inteligente y enciendo un cigarrillo del revés y me arranco cuatro canas. La noche, esas voces de muertos. Se anuncia el amanecer con sirenas de fábricas que cerraron cuando Oscar Wilde sodomizaba a Lord Alfred Douglas. Festejar con panteras, el precio del placer y de la libertad. Es como nacer o despertar a otra luz. Recuerdo que cuando Gregorio Samsa, pero vuelvo a caer en lugares comunes. Una lucha constante que siempre perderé. Miro mis manos y siguen siendo la prueba del delito, de algún delito. Pienso en los puentes hundidos y me digo que es el momento de exiliarse. Elijo una letra al azar y la escribo una y otra vez a lo largo y ancho de las paredes de la habitación. La técnica Scelsi. No sé dónde lo leí. Tantos gestos absurdos, tantas cosas perdidas. Ha llegado el momento. Y despido la experiencia de haber sido burócrata.
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Texto publicado en LA BOLSA DE PIPAS, nº60, enero-febrero 2006