sábado, 3 de enero de 2009

Trucos




No tengo otra magia para consolar tu oído, decías, pero no eras Gregory Corso y el viaje apenas duraba unas horas y después nos quemamos las pestañas para no dormir y dibujar, con las pocas cenizas de la tarde, el mapa inconcluso de aquella encrucijada –pero hablar en estos términos (cenizas, encrucijada) nos vuelve a colocar en aquel vagón y Sam Shepard decía que si alguien le regalara un tren se quedaría a vivir dentro.

Escribo de memoria porque hace ya mucho de aquellas lecturas y la magia (magia es una palabra que no puedo explicar, decía Onetti, pero que escribo ahora sin remedio, sin posibilidad de sustituirla) la magia, decía, de la fugacidad de los paisajes y los esbozos refulgentes era todo lo que podíamos retener en los bolsillos.

Después los viajes se hicieron peligrosos porque existía la posibilidad de no volver. Es cierto que uno aprende a descarrilar y admite golpes, conversaciones soporíferas sobre tías y horarios, el orden milimétrico de una agenda personal.

Ahora hay una mujer bailando en la cocina con sartenes y paños y las manchas de barro de las ventanas nos cuentan la tormenta de anoche y la posibilidad de la intemperie y le digo a una mosca que acabo de aplastar que si alguien me regalara un tren lo aplastaría (a él y por supuesto al tren) como hice con ella...

... porque perdí la magia o tal vez lo que pasó es que aprendí algunos trucos.