lunes, 16 de febrero de 2009

LO QUE QUEDA DE ROBERT FITZROY

Charles Darwin


[Pese a que uno de mis libros preferidos es Para acabar con los números redondos, de Enrique Vila-Matas, no he podido sustraerme a la tentación de celebrar el año Darwin. Soy un sentimental, también un vago, por eso copio y pego el poema titulado Lo que queda de Robert Fitzroy, incluido en El peso de los puentes. Lo escribí a principios o mediados de 2005, después de la lectura de un artículo que narraba la tragedia del Sr. Fitzroy. Ya no conservo la revista ni el sentimiento que me llevó a escribir sobre el tema, pero queda el poema. Espero que les guste]


Es extraño el destino de los hombres.
Robert Fitzroy, después de besar a su esposa
y a su hija, agarra su navaja
y se rebana el cuello. Es un 30 de abril
de 1865. Amanece despacio. En la ventana,
una luz transparente pronostica
un tiempo más propicio para todos.

A esa misma hora, enfermo y aburrido,
Charles Darwin –aspirante a clérigo de joven–
rememora los cinco largos años
que pasó con su amigo Robert Fitzroy,
embarcado en el Beagle. Fueron,
piensa ahora, tres décadas después,
los días más intensos de su vida.

¿Qué pensó el aclamado, el inmortalizado autor
de El origen de las especies
cuando supo que Robert, al que un día admiró,
se había suicidado?
¿Sintió remordimientos por haberlo humillado
en aquel foro público de Londres?
¿Recordó los cuidados, todas las atenciones
que Fitzroy, capitán de aquel navío,
le había dispensado?

A bordo de aquel barco se gestó la teoría
que incendió los pilares de una fe moribunda,
que alumbró los senderos de la modernidad.

Charles Darwin nos salvó, y, para eso,
tuvo que colocar, en el cuello de Fitzroy
–defensor de la Biblia y sus lecciones–,
la navaja que un treinta de abril lo degolló.

A Darwin todo el mundo lo recuerda.

De Fitzroy queda apenas, anotado en los mapas,
el nombre que le dieron a un peñasco
en la olvidada y fría Patagonia.