miércoles, 29 de abril de 2009

Poesía urbana

Una mujer atractiva; alta, morena, con la nariz grande y los dientes perfectamente alineados; una mujer que exhibe sus encías al sonreír, sin pudor, sinónimo de buen sexo, duro y tierno a la vez. Una mujer que se aproxima y me sonríe, que me atemoriza y me regala una historia que no sé si quiero protagonizar, pero seguro que quiero escribir. Vida o literatura, esa dicotomía falsa e ineludible. “¿Eres Javier Cánaves?”, me pregunta. Soy Javier Cánaves, tan cierto como que Dios existe y juega conmigo. “He leído dos de tus libros y me gustaron mucho”. Enseguida miro a mi alrededor en busca de la cámara oculta, de las risas de terceros. Evidentemente, hay truco, tiene que haberlo. Nadie lee mis libros. Bueno, esto no es del todo cierto. Mi novia los lee porque no le queda otra. Mis padres creo que también, pero no estoy seguro. Mi hermana fijo que no los lee. Luego están los amigos y los otros poetas, pero cualquiera se fía. Yo mismo muchas veces he fingido haber leído libros que en realidad no había leído. Y esta mujer me aborda en plena calle para romperme los esquemas. Sus encías brillan y yo tiemblo como una groupie frente a su ídolo depilado. Sólo me queda balbucir un “gracias” casi inaudible. No estoy a la altura de la circunstancias, pero es que las circunstancia se elevan sobre unos tacones interminables. Mis prejuicios me negaban la posibilidad de que mujeres así leyeran poesía. No estoy preparado. Mi sistema inmunológico carece de respuesta. Vuelvo a sonreír de un modo lamentable. “¿Sabes?”, ataca de nuevo, “yo también escribo, pero ando algo perdida. ¿Crees que podría mostrarte lo que hago? Sería importante para mí saber tu opinión”. Quiere mostrarme lo que hace. Mi imaginación se desboca. Evito mirarle las tetas. No sé si lo consigo. Como no podía ser de otro modo, mis plegarias han sido atendidas, pero tarde. No me apetece hacer de profesor. No me apetece complicarme la vida. Una actitud poco poética, lo sé. Llámenlo madurez, prudencia o miedo, qué más da. Finalmente le acabo dando mi e-mail mientras rezo en secreto para que no me envíe nada. No es ausencia de generosidad, sino autoprotección.

UH, 29/04/09