sábado, 2 de mayo de 2009

MODOS DE VER UN HORIZONTE (Ed. Fecit, 2009), de JUAN PAYERAS, con prólogo de Javier Cánaves


LO QUE LE PEDIMOS A LA POESÍA
(Prólogo)

Estoy en casa y acabo de leer Modos de ver un horizonte, de Juan Payeras. Dudo entre escuchar a John Lee Hooker o Lou Reed, tal es el estado en que me ha dejado el libro. Finalmente me decanto por abrir la ventana y dejar que la ciudad me invada con su banda sonora. Los acordes de siempre, nunca iguales. Y con ellos, los fantasmas. Hay fantasmas que chantajean y los hay con quines uno se sienta a beber cerveza y escuchar música. Es una de las enseñanzas de Juan Payeras en un libro que no pretende enseñar nada a nadie. Es demasiado inteligente para esto, sensatamente individual. Por lo demás, desde que terminé su lectura, no puedo desprenderme de una cita que todavía no he encontrado. Pero sé que lo haré. Habla, estoy casi seguro, de la soledad.

Salgo a la terraza para mirar el horizonte e inspirarme. La ciudad, las historias que encierra, su poesía muda que pide a gritos ser rescatada. El tiempo, como afirma Payeras, es una trampa de espejos donde se confunden sueños y recuerdos, realidad y ficción. Por eso es fácil haber sido Pierre Bezújov en 1812, por eso mismo resulta de lo más normal encontrarse en la puerta de casa con Peter Handke y Chet Baker dispuestos a pasar la tarde con uno. Pero yo sigo solo, en la terraza, ese espacio fronterizo que separa a la ciudad –con sus bares y callejones sin salida, con sus recuerdos de tantas otra ciudades– del interior de casa, del refugio en el que, sin embargo, tantas veces llueve.

No es nada fácil abarcar el horizonte...

Dentro de algunas horas amanecerá y la ciudad se irá alzando, lentamente, como una guillotina perezosa pero implacable. Juan Payeras lo sabe y nos lo cuenta con una sencillez que apabulla. La poesía más eficaz es aquella que nos cuenta con sencillez lo que ya sabemos y que, pese a ello, consigue golpearnos. No puedo desprenderme de esta imagen, la de la guillotina, con la que el poeta inaugura la puesta en escena de uno de los grandes protagonistas del libro: la ciudad, las ciudades. La ciudad como escenario imprescindible en el que se dan cita los otros grandes temas: la soledad, el tiempo, la música, la literatura.

Abandono la terraza y me instalo en el sofá. De pronto me siento como uno de los personajes que pasean su rabia contenida y sus renuncias por los poemas del libro. Ellos saben que, en innumerables ocasiones, el mundo de afuera es un mundo inhabitable, frío, por eso se apresuran en llegar a casa para encontrarse de cara con el silencio del televisor encendido, de la página en blanco, con la pregunta que un descuido de la memoria ha dejado caer. En efecto, Modos de ver un horizonte está plagado de interiores que no aciertan a cumplir con su función de guarida y acaban erigiéndose en prolongación de la intemperie. Poemas como el que da título al libro, o como Tormenta, Cuatro hombres y una dama o Dulce hogar son ejemplos perfectos de la dificultad que entraña esta huida. Cuando la intemperie se adhiere a nuestra piel, es muy difícil sacárnosla de encima.

Me sacudo de encima algún que otro fantasma (mío o de Juan Payeras, no lo sé) y recuerdo la cita que andaba buscando. Es de Paul Auster que, como todo el mundo sabe, se inició en la literatura como poeta. Pertenece a su primera novela, La invención de la soledad: “Cada libro es una imagen de la soledad. Es un objeto tangible que uno puede levantar, apoyar, abrir y cerrar, y sus palabras representan muchos meses, cuando no muchos años de la soledad de un hombre, de modo que con cada libro que uno lee puede decirse a sí mismo que está enfrentándose a una partícula de esa soledad. Un hombre se sienta solo en una habitación y escribe. El libro puede hablar de soledad o compañía, pero siempre es necesariamente un producto de la soledad”.

Producto de la soledad y de este conglomerado intraducible que es la vida, Modos de ver un horizonte, como todo buen libro, es también una invitación al viaje. No es de extrañar que la palabra que cierra el libro sea precisamente ésta: viaje. Algo elemental pero que me veo en la obligación de recordar en este prólogo: Los viajes siempre son irreales, puesto que ocurren en la imaginación o en la memoria, de ahí su textura onírica. Visita a Hampsdtead, Madrid 2001, Hermoso y maldito o Lisboa hablan de viajes desde la perspectiva del que ya regresó, del que ya casi olvida, por lo que transitan entre el ajuste de cuentas imposible y el homenaje entusiasta del que vivió y se aferra a ello. En cambio, The way back home y Caleidoscopio cantan la necesidad de huida, del viaje por hacer, sobriamente, sin engañarse al respecto. Juan Payeras acierta al decir que uno vuelve a casa desde el instante mismo en que parte. La otra salida sería el desvarío.

Desvarío o no, vuelvo a la terraza para aullar en la noche. Mi voz se une al coro de voces que cimientan la ciudad, humanizándola. Es mi homenaje al pasado vivido en libros y música, leído en días y viajes. Todo tiempo será leyenda y no hay maleta que pueda con tanta memoria amarilla, así nos lo cuenta Juan Payeras. Un buen libro es aquel con el que resulta fácil dejar de ser lector para pasar a ser protagonista, y Modos de ver un horizonte lo consigue.

¿No es esto, acaso, lo que le pedimos a la poesía?