jueves, 14 de mayo de 2009

Últimos hombres honestos

Contra lo que suele creerse, los escritores nunca mienten, son unos adictos incorregibles a la verdad. Por eso no es conveniente invitarlos a cenas y demás actos sociales donde mentir es cuestión de protocolo. Su incapacidad para la mentira los convierte en tipos incómodos, tremendamente peligrosos, bombas antipersonales con patas. En este sentido, es lícito decir que son los últimos hombres honestos sobre la Tierra. No es de extrañar que la Convención de Ginebra los prohíba taxativamente. Lo siento, escritores, si os he desenmascarado. Ya sé que os encanta decir, tanto en la intimidad con vuestras parejas como en ruedas de prensa igualmente íntimas (ya que nunca se acercan más de dos periodistas), cosas del tipo: “Odio que me pregunten cuánto hay de autobiográfico en mi novela; ¡es una novela!”, “lo he inventado todo, cariño, de verdad” o “no soy yo, sino un personaje al que le cedo mi nombre”. Etcétera. No cuela. A mí no me la dais. Vosotros no podéis mentir. Nuestras parejas, amigos, los políticos (por no hablar de los periodistas), todos nos mienten. Todos excepto vosotros. Soy un hombre con fe, lo cual –contra lo que pudiera pensarse– no me convierte en un tipo manipulable. He decidido no creeros. Podéis jurar sobre la tumba de Cortázar o Céline. Podéis enviarme correos amenazantes, presentaros a comicios municipales, codearos con ministros o futbolistas. Nada que hacer. Sois los últimos hombres honestos. Por eso seréis los primeros en morder el polvo.
UH, 12/05/09