Recuerdo que en clase de ética (sí, soy de los que escogió ética en lugar de religión pese a que la asignatura de religión era una maría que todos aprobaban con sobresaliente mientras que en ética, lo sé por experiencia, abundaban los sufis y los bienes, es decir: era un adolescente íntegro o gilipollas, según se mire), en fin, a lo que iba. Recuerdo una clase en la que el profesor organizó una serie de grupos para la discusión de temas polémicos, con independencia de nuestras inclinaciones. O sea, que podía tocarte defender la pena de muerte pese a que estuvieses absolutamente en contra. O quizá te vieras en la tesitura de sostener una opinión contraria al aborto cuando en realidad opinabas que, en determinadas circunstancias, se trata de una solución razonable. Ignoro la opinión de los pedagogos (no suelo leer ciencia-ficción), pero aquello me marcó profundamente. De algún modo entreví el abismo de la relatividad, el poder de la argumentación. Recuerdo a un compañero completamente azorado al tener que razonar en favor de la pena de muerte. Después de varios balbuceos, negó con la cabeza y aseguró no poder defender tal opción. Había dignidad en su gesto, sí, pero también algo de pobreza. No se trataba de retratarse frente al mundo, de ser sincero, sino de asumir que la opinión contraria es posible. Un ejercicio de tolerancia y reflexión, algo que todos deberíamos hacer de vez en cuando. La anécdota concluye con el profesor renunciando, dejando que el alumno se sentara sin añadir nada más. Después todos crecimos y nos volvimos algo más miserables. Pero esto es otra historia.
UH, 23/06/09